El derecho a molestar no es la solución para el taxi
Convertir el sector en un negocio competitivo no es tan difícil, pero hay que hacer deberes
El sector del taxi está siendo estas semanas protagonista voluntario de uno de los inviernos más calientes desde que empezó su disputa contra los VTC. Los últimos capítulos vividos en Barcelona y Madrid no hacen más que atizar de nuevo la llama de un incendio que lleva demasiado tiempo ardiendo. La principal víctima del desaguisado es de nuevo el usuario de a pie.
Victorias pírricas aparte, todo esto no parece que esté haciendo un gran bien al sector del taxi. No es difícil leer quejas y expresiones de hartazgo en redes sociales y secciones de cartas al director de los principales diarios nacionales. Más de uno invita vehementemente a boicotear al sector del taxi. Este no gozaba precisamente de una imagen impecable. No es probable que de esta manera mejore.
¿Quién tiene razón en esta disputa? Por un lado, el taxi lleva años gozando de una exclusividad privilegiada y puede recoger y transportar pasajeros en el entorno urbano con pocas restricciones. Por otro, las recién llegadas plataformas de movilidad bajo demanda –Uber y Cabify– han sabido satisfacer una necesidad operando de forma competitiva bajo licencias de vehículo de turismo con conductor (los famosos VTC)
Durante décadas ser propietario de una licencia de taxi fue un buen negocio. En ciudades como Barcelona la licencia llegó a valer 250.000 euros, permitiendo además a su titular generar unos ingresos mensuales muy respetables. En una actividad donde el 95% de los conductores son autónomos, muchos profesionales vieron en la licencia un seguro para su jubilación y no pocos optaron por endeudarse para acceder a lo que parecía una buena inversión. La irrupción de los nuevos actores de la movilidad compartida amenaza frontalmente esta seguridad: el precio de una licencia ha caído más de un 40% desde su pico máximo; si no lo ha hecho más es porque su número se ha mantenido más o menos cautivo, limitado por las Administraciones.
El problema no es exclusivo de nuestro país. En Nueva York, por ejemplo, las taxi medallions (el equivalente a nuestras licencias de taxi) llegaron a valorarse en 2013 por encima del millón de dólares, convirtiéndose en uno de los activos de inversión más rentables. Hoy se pueden conseguir en subasta pública por menos del 80% de ese precio. La aparición de Uber y sus homólogos no solo ha devaluado el precio de las licencias, sino que ha introducido mayor presión sobre los ingresos medios del taxista. Ha habido suicidios de taxistas, quiebras de empresas y más de un inversor ha tenido que anotar fuertes pérdidas en sus libros.
En contraste, resulta chocante la forma en que aquí se quiere contener la furia de los taxistas, imponiendo unilateralmente obligaciones desmesuradas a su nueva competencia. Las medidas propuestas afectan directamente al modelo operativo de unas compañías sujetas ya a otras restricciones que los taxistas no soportan. Siguiendo este razonamiento, ¿no deberían los comerciantes exigir que Amazon fuera prohibido en todo el territorio nacional?, ¿o clausurar Zara y prohibir los supermercados y grandes superficies para proteger al comercio de barrio? La lista de agraviados por el progreso sería interminable: agencias de viajes, videoclubes o fabricantes de cabinas telefónicas deberían haber salido ya a las calles en masa.
¿Qué será lo siguiente que pida el derecho a molestar? ¿Exigimos que los VTC se paseen con la letra escarlata grabada en sus vehículos negros? ¿Prohibimos el metro y los coches compartidos?
¿Obligamos a que cada ciudadano deba subirse a un taxi al menos una vez al trimestre?
El sector del taxi tiene sin duda buenos profesionales, pero lamentablemente no se ha caracterizado demasiado por promover la excelencia de su servicio. No es infrecuente encontrarse con un vehículo poco cuidado o un taxi al que misteriosamente le deja de funcionar el aire acondicionado en verano. La física por la que las carreras entre dos puntos a una misma hora no siempre coinciden alcanza complejidades propias de la teoría de la relatividad. El mítico cubreasientos con bolitas de madera asciende ya a la categoría de leyenda urbana. Más allá de la pequeña picaresca y los estereotipos, el negocio tiene también su lado oscuro. Conductores subcontratados que cubren largas jornadas para el verdadero titular de la licencia, alquiler ilegal de licencias y economía sumergida. ¿Estará el derecho a molestar protegiendo también estos intereses?
Convertir el servicio del taxi en un negocio competitivo no debería resultar tan complicado. Loselementos que posicionan como opción preferente al VTC están también al alcance del taxi. Existen aplicaciones transversales que facilitan la contratación telemática y permitirían trasladar al taxi la agilidad e inmediatez de las plataformas de ride-hailing.
¿Podría el taxi ser más transparente y predecible en sus precios finales? ¿Imponer unos mínimos estándares de imagen y niveles de servicio? La tecnología existe, los sistemas para dar voz al cliente también y se podría perfectamente auditar y certificar su correcta aplicación. El sector podría ganar en flexibilidad eliminando restricciones obsoletas como la obligatoriedad de librar un día semanal, o negociar fórmulas para poder ajustar sus precios con descuentos o promociones colectivas.
Si para lograr esta transición conviene pensar en cómo rescatar licencias, o buscar fórmulas (por ejemplo fiscales) que compensen gradualmente a quien realmente haya invertido su vida laboral en ofrecer servicio en su taxi, ¿no es preferible dedicar esfuerzos a eso que a limitar las opciones al ciudadano? Promover el derecho a molestar no debería seguir siendo la solución.
Pedro Nueno es Socio director de InterBen