Vuelven los pasos atrás en la libertad de empresa
La timidez de la reforma laboral y su pobre factura técnica propician un retorno al pasado
La tradición corporativa de nuestro ordenamiento laboral, enriquecida durante la dictadura de Primo de Rivera y la Segunda República, y llevada a su cénit por el franquismo, ha hecho que los avances en la libertad de empresa, aun requeridos por la evolución económica y exigidos por la mejora de productividad, hayan sido tímidos y hayan estado siempre en peligro, con continuas involuciones. La aplicación de la reforma laboral de 2012, una de cuyas enseñas era precisamente la del fortalecimiento de la libertad de empresa, vuelve a poner de manifiesto, transcurridos ya varios años de su vigencia, la influencia de dicha tradición.
En efecto, la recuperación de las facultades empresariales de ordenación de las actividades productivas y de las relaciones laborales, propiciada por la reforma de 2012, ha estado durante todos estos años sujeta a los avatares de una doctrina judicial en gran parte reticente a cualquier alejamiento, por mínimo que fuese, de los tradicionales esquemas protectores del trabajo, centrados en la limitación de aquellas facultades y en la rigidez del marco normativo laboral.
Algo se ha avanzado, sin embargo. Trabajosamente, pero sin pausa, las exigencias de la libertad de empresa en una economía de mercado, que reconoce la Constitución en su artículo 38, han estado cada vez más presentes en las relaciones laborales, avanzando hacia un nuevo equilibrio entre la tutela de los derechos laborales y las facultades organizativas y directivas de la empresa. Uno de los puntos fundamentales de esta evolución ha sido el relativo a las decisiones empresariales acerca del ajuste del volumen de empleo en la empresa, suprimiendo la autorización administrativa para los despidos colectivos y dejando la decisión al respecto (si bien con respeto de los importantes condicionamientos procedimentales establecidos) al empresario. Ahora bien, tal decisión quedaba sujeta al control judicial a posteriori, que se ejercía no solo en relación con los aspectos indemnizatorios y procedimentales sino también sobre el fondo del asunto.
Aquí estaba la verdadera prueba de fuego del alcance de la reforma y del respeto por la libertad de empresa. Si en un primer momento la doctrina judicial, al controlar la causa de los despidos colectivos, fue evolucionando en un sentido cada vez más sensible a las exigencias de la libertad de empresa, tratando de evitar, sobre todo, que el juez se erigiese en un sustituto del empresario, decidiendo en su lugar sobre los parámetros fundamentales de la empresa, poco a poco la timidez de la propia reforma, su deficiente factura técnica, la parálisis normativa de los últimos años y la resurrección de nuestra tradición corporativa (curiosamente, vendida siempre como “progresista”), han propiciado un bucle interpretativo que nos devuelve a planteamientos del pasado.
El Tribunal Constitucional ya propinó un llamativo rapapolvo a las pretensiones del legislador, expresadas en la exposición de motivos de la ley, de haber cambiado sustancialmente nuestro marco laboral, al afirmar, en su sentencia de 22 de enero de 2015, que avaló la constitucionalidad de la reforma, que con ella, en realidad, apenas cambiaba nada y que el legislador se habría limitado a introducir mayor precisión en la regulación laboral, en pro de la seguridad jurídica y de la facilitación de la labor interpretativa.
Este planteamiento, reacio a aceptar los cambios, se ha visto confirmado por una sentencia del Tribunal Supremo de 18 de septiembre de 2018 (841/2018), que sostiene que, en contra de lo que pretendía, según su exposición de motivos, la ley (que el juez solo pudiese comprobar la concurrencia de la causa alegada por el empresario para el despido), “no puede dudarse de la persistencia de un ámbito de control judicial más allá de la búsqueda de concurrencia de la causa como hecho”.
No solo cabe un control judicial de la causa de despido alegada, sino que “es necesario, además, un control de razonabilidad pleno y efectivo sobre la medida extintiva comprobando si las causas alegadas y acreditadas, además de reales, tienen entidad suficiente como para justificar la decisión extintiva y también, si la medida es plausible o razonable en términos de gestión empresarial” (la cursiva es mía). La decisión empresarial ha de ser “adecuada a las circunstancias causales concurrentes” y por tanto “proporcional”, debiendo excluirse “en todo caso, como carentes de “razonabilidad” y por ello ilícitas, aquellas decisiones empresariales, extintivas o modificativas, que ofrezcan patente desproporción entre el objetivo legalmente fijado y los sacrificios impuestos a los trabajadores”.
Nuevamente vemos aquí al juez vistiendo los ropajes del empresario y valorando sus decisiones desde el punto de vista de la “gestión empresarial”. ¿De verdad se piensa que el juez tiene los instrumentos conceptuales necesarios para valorar si una medida empresarial (no solo extintiva sino también modificativa) es plausible o razonable desde el punto de vista de la gestión empresarial? Se añade que las causas del despido han de ser “reales, actuales, proporcionales”, y se concluye con una afirmación inquietante: “La empresa no tiene un poder absoluto en orden a configurar el tamaño de su plantilla, sino que ha de actuar con respeto a todos los derechos e intereses en presencia”. Si la empresa hace surgir “por su sola voluntad la causa organizativa invocada, sin que el hecho que la motiva (venta de parte de la maquinaria) aparezca justificado por la necesidad” (la cursiva es mía), no pueden aceptarse las medidas extintivas de contratos pretendidas. La reducción de capacidad de la empresa por la venta de una parte de su infraestructura productiva no puede pues admitirse como causa de despido. Repárese en que se exige que se acredite la “necesidad” de la medida, lo que vuelve a incidir en la restricción de las decisiones empresariales acerca del volumen de la producción y de la plantilla.
De consolidarse esta doctrina el retroceso en la libertad de empresa sería muy significativo. Para eso, casi mejor volver a la autorización administrativa que, al menos, ofrecería una mayor seguridad jurídica y evitaría litigiosidad. Aunque también enviaría un mensaje inequívoco a los mercados, desgraciadamente poco favorable para la inversión y para el crecimiento económico.
Federico Durán López es catedrático de Derecho del Trabajo y consejero de Garrigues