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¿Los cuarenta mejores años del país? Probablemente

Cinco Días ha contado desde 1978 la exitosa transformación de la castiza economía española de la peseta en una de las más abiertas al mundo

Francisco Mora, primer director de Cinco Días,  en 1978  junto a los primeros ejemplares de Cinco Días recién salidos de la rotativa
Francisco Mora, primer director de Cinco Días, en 1978 junto a los primeros ejemplares de Cinco Días recién salidos de la rotativa

Todos los periodos prolongados de estabilidad política y económica tienen su semana trágica. La auténtica, la que salpicó la historia en verano de 1909, puso contra las cuerdas a la acomodada fórmula de la Restauración y estuvo a punto de quebrar uno de los periodos más dilatados de democracia, imperfecta, pero democracia a fin de cuentas, en la historia contemporánea, y que finalmente colapsó con la dictadura (dictablanda decían también) de Primo de Rivera. Desde 1874 resistió el mecanismo turnista diseñado por Cánovas del Castillo hasta 1923, y fue incluso inmune a la Gran Guerra que se desató en 1914, aunque sus imperfecciones declinaron en episodios radicales que culminaron en una guerra doméstica, amén de un goteo de actos terroristas de corte anarquista.

Siempre he apreciado un paralelismo nominal entre aquel ciclo político y el actual, en el que una restauración monárquica y borbónica, justo un siglo después, ha abierto otro periodo de prolongada convivencia política, pero esta vez con un perfeccionado y también perfeccionable mecanismo democrático, aunque con sus pertinentes semanas trágicas en 1981 (golpe de Estado frustrado) y 2004 (el mayor atentado terrorista de la historia de España), y también con episodios de terrorismo de grapos y etarras, con final más feliz.

Aunque aquel registró ciertos hitos de prosperidad, el actual cubre hasta ahora los que probablemente son los cuarenta mejores años de progreso económico y social de la historia de España. La estabilidad política consagrada con una Constitución plural y consensuada como la de 1978, y la integración posterior en la Unión Europea, han proporcionado el escenario de libertad necesario para convertir a la economía española en la que más crecimiento ha generado en la OCDE en las últimas cuatro décadas, mírese el indicador que se mire.

En cuatro decenios, la economía española ha pasado de sacudirse a duras penas el casticismo de las devaluaciones de una economía emergente y en construcción industrial, a ser una de las economías más globalizadas y más abiertas de Europa, y desenvolviéndose en la incómoda disciplina monetaria europea. Una metamorfosis relatada en detalle por este periódico desde que el 3 de marzo de 1978, justo cuando Fuentes Quintana dejaba su cargo al frente de la economía, un grupo de periodistas decidiera jugarse su patrimonio poniendo en los quioscos la primera cabecera de prensa económica diaria y profesional del país.

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El mercado de información económica hasta entonces no era menos castizo que la propia economía, en el que los emisores de información dominaban el tráfico e imponían el relato con prácticas sobrecogedoras que la democracia también dinamitó. El alumbramiento de una economía libre reclamaba una forma de contarla también libre, y en ello se embarcaron los pioneros de la información económica desde este medio y desde otros que pusieron también la profesionalización como norte, desterrando las fórmulas cuasi militarizantes comunes hasta aquel momento, en el que la censura de lo no convenido y el dictado oficial eran los géneros periodísticos de curso legal.

La explosión de la economía tuvo su réplica en el relato periodístico y proliferaron las publicaciones econó

micas con periodicidades semanales y hasta mensuales. Y pasados unos años, el decano de la prensa económica encontró sus propias réplicas en los quioscos, con el enriquecimiento de los contenidos que necesariamente exigía la competencia. Cinco Días enseñó el camino y se convirtió, en la práctica, en una modesta escuela de periodistas económicos y financieros.

Una competencia que se ha convertido también, con muchas resistencias, en el activo clave para movilizar la economía, aunque sigan existiendo barricadas legales en determinados mercados, unos por la propia naturaleza sedentaria de la actividad, otros por incapacidad de los Gobiernos para derribarlas. Cada una de las grandes crisis abrió una oportunidad de cambiar aspectos vitales de la economía, y los Gobiernos, la economía y la sociedad española siempre lo aprovecharon. Veamos.

La crisis del petróleo llega tarde

La explosión de los precios del petróleo se produjo en 1973, con la guerra del Yom Kipur, y registró una segunda arremetida en 1979 con la guerra Irán-Irak. Toda Europa encajó el golpe reajustando los precios finales de los productos energéticos, entre otras cosas porque la intensidad industrial de sus economías no les dejaba otra opción. Pero España también entonces era diferente. En los últimos años del régimen franquista y los del tránsito a la democracia se decidió absorber los costes energéticos en el presupuesto y no llevarlos a los precios finales a los consumidores. Solo la llegada de Enrique Fuentes Quintana aflora la realidad, que no era otra que un déficit fiscal creciente que con una paulatina pérdida de competitividad de la industria podía desembocar en la quiebra de las cuentas públicas.

El retardo en reconocer la crisis y en traspasar su coste a los consumi­dores retrasó también las solu­ciones; tanto, que fueron precisos los milagrosos compromisos políticos y sociales de los Pactos de la Moncloa y el Acuerdo Marco Interconfederal (base del Estatuto de los Trabajadores) para amortiguar los efectos de una demanda social creciente en un ambiente de disolución imparable del aparataje industrial del país. La espiral de precios abierta con el encarecimiento del crudo y las demandas salariales de un sindicalismo política y económicamente reivindicativo, aflorado desde los escombros del modelo vertical, minaron el aparato productivo del 

país, que encadenó nada menos que once años de destrucción ininterrumpida de empleo, algo desconocido en cualquier país avanzado. En 1974, el empleo alcanzó los 13,173 millones de ocupados, descendió hasta los 10,984 millones en 1985 y no recuperó el nivel de 1974 hasta 1997.

Tal sangría económica, el golpe de Estado fracasado de Tejero, Arma­da y Milans del Bosch, los atentados indiscriminados de ETA y las luchas familiares por el control de la UCD dieron el finiquito al proyecto de Adol­fo Suárez y pusieron en el Gobierno al PSOE de Felipe González. Con la mayoría absoluta más absoluta que se recuerda (202 escaños en la carrera de San Jerónimo), metió mano a la economía para desguazar la industria inutilizada por la crisis y la competencia asiática, y comenzó la lenta liberalización de la economía y la desfranquización de la legislación laboral, a la que los sindicatos se agarraban (y se agarran) como a un clavo ardiendo.

Las primeras páginas de Cinco Días de aquellos años están plagadas de conflictos laborales en los que la resistencia sindical trata de frenar las pérdidas masivas de los mejores empleos que tenía el país. La industria siderúrgica pesada, la construcción naval, la fabricación de electrodomésticos, etc., son redimensionados bajo el diseño elaborado por el ministro Carlos Solchaga en Industria. El periodismo gráfico que se empieza a incorporar de forma profusa en la prensa económica ilustra enfrentamientos diarios de piquetes sindicales y policía en Cádiz, Baracaldo, Avilés, Ferrol, Vigo, Sagunto o Reinosa, donde los trabajadores de Forjas y Aceros hacen retroceder hasta a la Guardia Civil.

En paralelo, el ministro de Economía, Miguel Boyer, había puesto en marcha un primer programa, modesto, de liberalización económica, que flexibilizaba alquileres, horarios comerciales y mercados financieros. Eran años en los que la revolución conservadora de Thatcher en Reino Unido y la de Reagan en Estados Unidos arrastraban unas simpatías en las que el Gobierno socialista de España, como era evidente, no cayó. Pero tampoco cayó en las del socialismo francés, que, con Mitterrand a la cabeza, pactó con los comunistas e incrementó la estatalización de la economía. "No te pegues mucho a Mitterrand, que ese no es el camino para nosotros, aunque nuestra ambición esté en Europa", era el consejo de Miguel Boyer a un Felipe González que, en paralelo, dio la vuelta a su promesa electoral de sacar a España de la OTAN.

Boyer creó también herramientas para fortalecer los mecanismos de la administración tributaria y hacer efectiva la creación de un sistema fiscal que había diseñado con la UCD Francisco Fernández Ordóñez (ya estaba esbozado en el primer número de Cinco Días en marzo de 1978) y que creaba un impuesto general sobre la renta, sucesiones y patrimonio, así como un tributo sobre los beneficios de las empresas y un embrión normativo sobre el impuesto sobre el valor añadido, que entraría finalmente en vigor en enero de 1986.

Y el titular de Trabajo, Joaquín Almunia, negoció y firmó con la UGT y la CEOE un acuerdo económico y social que incluía cambios en la normativa laboral y en la fórmula para negociar los salarios de tal manera que sometiesen a la inflación, en vez de engordarla. El sindicato Comisiones Obreras, entonces el más fuerte del país y controlado por dirigentes comunistas, se excluyó del pacto tanto por este nuevo modelo de relaciones industriales como por la introducción de los contratos temporales en la normativa. Se trataba de un formato que defendía la patronal, una Confederación Española de Organizaciones Empresariales ya liderada por José María Cuevas y creada desde las cenizas del sindicalismo vertical del franquismo para fortalecer el asociacionismo empresarial, que siempre defendió la europeización de la economía a una velocidad más rápida, tanto en materia laboral y financiera como fiscal.

Todo aquello, junto con una primera reforma de las pensiones que universalizó y generalizó el carácter contributivo del sistema, funcionó. La economía comenzó a crecer tras casi un decenio de pasividad y el empleo se desperezó, con un trasvase muy fuerte de la ocupación agrícola improductiva hacia los servicios y una incorporación masiva de mujeres al mercado.

El sueño europeo de España

Todos los pasos liberalizadores tenían que tener el corolario definitivo de la integración de España en la Comunidad Económica Europea, luego Unión Europea y ahora Unión Monetaria Europea. Era la gran aspiración española desde que en 1957 el continente arranca y España queda fuera porque las dictaduras no tenían cabida en un proyecto política, económica y socialmente democrático.

El 12 de junio de 1985, Felipe González, Manuel Marín y Fernando Morán firman el ingreso de España en la CEE, que se hace efectivo en enero de 1986, y con un éxito espectacular de ventas para la economía española, que siempre que se ha incorporado a un proceso de apertura ha salido airosamente beneficiada.

Cinco Días seguía los acontecimientos de Bruselas con la distancia que imponía la modestia de su par­ticular economía de pobreza de medios. Pero fue allí, en Bruselas, donde creó su primera delegación, porque allí se cuecen las legumbres que consumimos todos los españoles. Uno de los acontecimientos más trascendentales de la economía nacional es la incorporación de España al euro, y el pacto sobre las condiciones en las que tendría que hacerlo aparece en la única edición que este periódico ha sacado a la calle en un domingo: el 3 de mayo de 1998 titulaba: "Euro para siempre".

La ambición europea y sus exigencias desataron la segunda gran crisis de la transición económica, la que estalló tras bajar la persiana de los Juegos Olímpicos de Barcelona y la Exposición Universal de Sevilla en 1992, el año en el que España estuvo en el gran escaparate global. Dado que Europa se encaminaba al euro y su disciplina monetaria, se había creado previamente un sistema monetario europeo en el que las divisas que iban a ser absorbidas por el euro, que aún no se llamaba así, dialogaban entre ellas con una banda cada vez más estrecha de cotización y que ponía a prueba los pilares de competitividad de la economía de cada país, pero especialmente de aquellos más alejados de los estándares europeos. Ese fue el caso de España que, como otros países, no soportó las presiones especulativas contra las divisas débiles del mercado, ni la presión competitiva que exigía a las empresas y a los particulares aquella serpiente de fluctuación.

España comenzó a perder competitividad y empleo a chorros por mantener unos tipos de cambio en absoluto apropiados, y desde 1991 y hasta 1994, los ministros de Economía, Solchaga primero y Solbes después, tuvieron que encajar cuatro devaluaciones de la peseta para no estrangular la economía y recomponer la balanza por cuenta corriente, que hasta entonces solo se mantenía con tipos de interés artificialmente altos para atraer financiación que equilibrase la cuenta comercial.

Volver al mecanismo castizo de las devaluaciones para corregir los avances de la inflación y las pérdidas de competitividad era el reconocimiento de que la economía precisaba liberalizaciones adicionales muy serias que permitiesen la adaptación de la economía por sus propios medios a las exigencias de un mercado abierto que se enfrentaba, además, a la severa disciplina monetaria del euro.

La era de Aznar

La llegada al Gobierno del Partido Popular supone una intensificación de la liberalización de la economía, tanto en la normativa laboral, comercial, energética y de la función del Estado, que acelera la privatización ya iniciada por los socialistas de las grandes empresas públicas. Tales iniciativas y el diseño de un programa para cumplir los cinco requisitos econométricos necesarios para entrar en el euro en el momento de su creación son el núcleo de la gestión de Aznar. La liberalización laboral con un abaratamiento adicional del despido y la generación de expectativas de control de la inflación y de entrada inminente en el euro generan una espiral contractiva de los tipos de interés que dispara la inversión privada, tanto de particulares como de empresas, y el empleo, absorbido en muy buena parte por una oleada de inmigración hasta entonces bastante modesta. La ocupación rompe barreras y España lleva la tasa de paro, ya con los Gobiernos de un Zapatero que mantuvo inicialmente estas políticas, a niveles europeos, enterrando para siempre el maleficio de la excepcionalidad del mercado laboral.

El nuevo escenario de financiación, que se consolida desde que el euro empieza a estar en los bolsillos en 2002, tras enterrar a esa rubia promiscua que fue la peseta, genera dos cosas, una buena y otra mala: la internacionalización de las empresas españolas, iniciada en los noventa y que ha hecho de sociedades españolas líderes mundiales, es la buena. La mala es el descomunal sobreendeudamiento de empresas, familias y Estado hasta niveles poco soportables, y la quiebra de un tercio del sistema financiero (cajas de ahorros) por la acumulación de activos improductivos. 

Estas dos malas noticias son causa y consecuencia, con unos niveles de desempleo que llegaron al 27% en 2013, de la mayor de las crisis económicas experimentadas por España, víctima esta vez del éxito de su integración en la moneda única. Pese al rigor monetario que se le supone al euro, una composición imperfecta del proyecto europeo que mantenía tipos reales negativos, liquidez a espuertas que engordaba sin medida la burbuja (financiera, hipotecaria, inmobiliaria, energética, etc.) y una supervisión financiera provinciana, nadie enfrió la economía y permitió que los costes horadaran la competitividad y generaran el desastre. Tras tener al Estado al borde del colapso y pedir auxilio financiero a Europa para capitalizar los bancos, la parte buena del sistema financiero absorbió a la mala y culminó una concentración bancaria que se había iniciado en los noventa.

Ahora, la economía sale de la neumonía con rapidez, pero con aparato productivo y empleo transformados, penetrados transversalmente por la tecnología y la norma, generando una economía dual que tensa la desigualdad.

Circunstancias ambas que han contribuido a trastocar el panorama parlamentario, con la aparición de nuevas opciones políticas y el recorte de poder de las antiguas, y con una fragmentación que hace cada vez más complicada la gobernabilidad. No tanto por la variedad y equilibrio de las fuerzas políticas, sino por el desprecio al diálogo y al acuerdo, seguramente también consecuencia de una profesionalización y vulgarización de la política que ha expulsado a los mejores y ha entronizado la mediocridad.

Hoy, marzo de 2018, estamos en mitad de una legislatura huera por incapacidad para el consenso, tras otra legislatura non nata por la incapacidad de los políticos para encajar sus propios fracasos. Y la casa está más sin barrer que nunca: las pensiones en galopante déficit, sin financiación regional, sin presupuestos y con un modelo territorial cuya configuración ha empezado a saltar por los aires si un gran consenso no lo remedia.

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