España puede perder mucho más que la Agencia del Medicamento
El 'procés' reventó la candidatura pero el fiasco revela también carencia de la estrategia en Bruselas El batacazo coloca a España en difícil posición ante la inminente renovación de los principales cargos europeos
El proceso independentista encabezado por Carles Puigdemont reventó la frustrada candidatura de Barcelona por la Agencia Europea del Medicamento. Ese diagnóstico parece unánime, aunque unos culpan al propio proceso (por la deriva ilegal del gobierno autonómico) y otros, a la respuesta policial y judicial (atribuida al gobierno central).
Pero la costosa pérdida no figurará en el pasivo de una u otra administración sino en el de España. Ha perdido todo el país, no Barcelona, igual que no han ganado Ámsterdam (la EMA) y París (la Autoridad Bancaria europea) sino Holanda y Francia, como inmediatamente proclamaron los líderes de ambos países.
Superada la rabieta y los reproches mutuos, el Estado español (del que también forma parte la Generalitat) parece obligado a realizar un examen de conciencia sobre un fracaso diplomático que es la enésima caída en un calvario que España soporta en Bruselas y aledaños desde hace más de una década.
A España se le ha escapado la Agencia del Medicamento como antes se quedó sin la presidencia del Eurogrupo o como perdió su puesto en el Banco Central Europeo.
En cada momento se ha achacado el fiasco a una causa ineludible pero pasajera. Pero la repetición del traumático patrón indica que el mal puede ser mucho más profundo. Y que los batacazos se repetirán si no se cambia de estrategia con vistas al período de renovación de la UE que se abrirá de manera inminente.
En enero de 2018 se elegirá presidente del Eurogrupo; seguirá la renovación casi total de la cúpula del BCE (entre mayo de 2018 y octubre de 2019); y elección de nuevos líderes al frente de la Comisión Europea, el Consejo Europeo y el Parlamento Europeo en 2019.
El relevo en esos puestos preeminentes conllevará también la reorganización de numerosos departamentos y la designación de un sinfín de cargos de confianza (desde jefes de gabinete de los comisarios a portavoces de las instituciones) por los que pelearán de manera muy educada pero encarnizada todos los socios de la UE.
En esa batalla, siempre en marcha, España parece incapaz de rentabilizar su peso político, económico y demográfico. Y el mal no es de ahora. Viene de largo.
Las cosas se torcieron durante la segunda legislatura de José María Aznar, cuando el entonces presidente del Gobierno dio un brusco giro a la tradicional alianza franco-alemanas de España y se decantó por el eje atlántico Londres-Washington. Berlín y París tomaron nota con evidente desagrado de lo que juzgaban como la deserción de un país cuyo apoyo daban por descontado desde que ingresó en la UE en 1986.
La llegada de Rodríguez Zapatero a la Moncloa (2004) enmendó las relaciones con el eje franco alemán. Pero la apuesta europeísta del presidente socialista, dispuesto a ceder cuotas de poder de España en aras de la Constitución europea, fue aceptada por los socios más como una ilusa concesión que como un sacrificio a la espera de recompensa.
El premio al europeísmo nunca llegó. Pero el castigo por el cataclismo de la banca española a partir de 2010 (al que se acusó de poner en peligro la supervivencia del euro) no tardó en materializarse, encabezado por una canciller alemana, Angela Merkel, que había chocado desde un principio con Zapatero.
España fue desalojada del comité ejecutivo del BCE con vagas excusas sobre la falta de idoneidad de sus candidatos. Y en los organismos de nueva creación, como el Mecanismo único de Supervisión o el Mecanismo único de Resolución, tuvo que conformarse puestos por debajo de presidencias reservadas casi siempre a pasaportes alemanes, franceses o italianos.
Tras superar la crisis financiera, el gobierno de Mariano Rajoy parecía en condiciones de reivindicar mayor presencia en las instituciones europeas. El ejecutivo central ha logrado ya congraciarse con Berlín y la reputación de la economía española gana enteros por momentos.
Pero el desastre político provocado por el procés, llevado al paroxismo desde el frustrado referéndum del 1 de octubre, ha devuelto al país a la casilla de salida.
Esta vez se ha escapado la valiosa Agencia del Medicamento, por la falta de unidad flagrante entre las tres administraciones involucradas en la candidatura de Barcelona (gobierno, govern y ayuntamiento de Barcelona).
Barcelona figuraba entre las cinco candidatas mejor valoradas por la propia EMA, junto a Ámsterdam, Milán, Copenhague y Viena. Pero solo logró 13 puntos, lo que indica que, descontados los tres puntos que con toda seguridad depositó la ministra de Sanidad, Dolors Montserrat, presente en la votación, la delegación española sólo logró cosechar una decena de votos tras más meses de campaña internacional. Incluso Eslovaquia consiguió más (15) para una candidatura tan floja como Bratislava.
Los independentistas atribuyen el mal resultado a la falta de interés del gobierno central. Pero fuentes neutrales confirman que la diplomacia española ha hecho todo lo posible por hacerse con la EMA. Y no hay que olvidar que el Gobierno podía haber apostado por otra ciudad española, como Málaga o Valencia, o centrar sus esfuerzos en obtener la EBA para Madrid o Zaragoza (ni siquiera llegó a presentarse candidatura).
Las raíces del fracaso apuntan en otra dirección. Un mal estructural, por falta de habilidad o capacidad para mover los tentáculos. Y otro coyuntural, derivado del conflicto político en Cataluña, que ha obligado al gobierno de Rajoy a centrar su agenda europea en recabar apoyos de las grandes capitales frente al desafío de Puigdemont y en apagar las simpatías nacionalistas de algunas capitales pequeñas. Y en Europa, normalmente, cuando pides un favor no hay margen para otro.
El Gobierno afronta ya la siguiente batalla: la vicepresidencia del BCE. "España tiene un enorme capital político" para lograr el puesto, ha asegurado este martes en Bruselas el ministro de Educación y portavoz del Gobierno, Íñigo Méndez de Vigo. Pero a juzgar por los precedentes, más vale no darla por lograda.
A España no le ayuda la espantada de algunos de sus altos cargos. Desde Rodrigo Rato, que dejó de manera repentina la dirección general del Fondo Monetario Internacional, hasta Josep Borrell que, ante un aparente conflicto de interés, prefirió dejar de ser decano del Instituto de estudios europeos de Florencia antes que perder su puesto en el consejo asesor de Abengoa. La fuga más reciente ha sido la de José Ignacio Salafranca, nombrado embajador de la UE en Buenos Aires en pleno relanzamiento de las negociaciones comerciales con Mercosur. Salafranca dejaba el cargo tan pronto como se le abrió un hueco en los escaños del Partido Popular en el Parlamento Europeo.
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