Globalización y proteccionismo
Tenemos una tormenta perfecta que puede hacer que las condiciones del desarrollo económico se igualen por abajo
En 2016 han ocurrido cosas que tal vez no nos esperábamos, como el resultado del referéndum sobre el brexit o la elección de Donald Trump como presidente de los EE UU. Hechos muy relacionados con el auge de diferentes populismos. ¿Cuál es la causa de que las clases medias y medias-bajas se sientan atraídas por doctrinas relativamente simples en las que la xenofobia juega un papel importante? ¿Por qué esas mismas clases han visto disminuir su confort económico, con bajadas de sueldos y precariedad laboral? ¿Y por qué otros ciudadanos se ven beneficiados de la situación? Seguro que hay diferentes causas; pero quiero fijarme en una que considero fundamental: la globalización.
La globalización, entendida como movilidad internacional de ideas, personas, capitales, información, tecnología, bienes o servicios, ha existido desde hace siglos, aunque esa movilidad era mucho más lenta y se desarrollaba dentro de determinadas áreas del planeta. Mi bisabuelo Agustín salió de Fuenmayor hacia América para comercializar vino y mi bisabuelo Lucas fue desde Sorzano a Argentina a buscar una vida mejor; es cierto que los dos volvieron a su Rioja natal, pero está claro que para ellos el mundo no se limitaba a esta parte alta del valle del Ebro. Y mucho antes que ellos hubo migraciones, comercio internacional, expansión de credos religiosos...
Lo que pasa es que estos procesos se han acelerado, generalizado y mundializado. Sin pretender hacer un análisis exhaustivo del fenómeno, es fácil convenir que las tecnologías del transporte y de la comunicación han hecho al mundo más pequeño, más accesible. Es fácil y rápido llevar cualquier cosa a cualquier sitio, y la información o el capital pueden llegar a cualquier parte del planeta de forma instantánea. Recientemente publiqué un trabajo con un editor de Nueva York, que se corrigió y maquetó en la India para imprimirse en Holanda. Este tipo de fenómenos son cada vez más corrientes.
Entre las industrias más características de los últimos cien años está la del automóvil, que hoy es un ejemplo claro de globalización, en la que la competitividad de cada país es fundamental para hacerse con una porción importante del mercado. Esto ha permitido que tengamos automóviles mejores y más baratos, y tantas otras cosas; los mercados más grandes tienen importantes ventajas económicas. Pero también aparecen problemas como la deslocalización: industrias que tradicionalmente estaban en nuestro entorno, se trasladan a países donde se puede producir más barato, para luego vendernos a nosotros sus productos; esto produce desempleo y presión para bajar los salarios, o para disminuir determinados controles como los ambientales en los países tradicionalmente ricos. Si queremos ser competitivos deberemos acercar nuestros costes a los de los nuevos competidores que tienen menos costes laborales o menos controles administrativos, dicen muchos. Además, la llegada de inmigrantes, dispuestos a trabajar por salarios muy bajos, también puede producir una presión a la baja en los salarios de los países desarrollados, de igual manera que lo hace la economía sumergida, que compite con menos costes dada su opacidad fiscal o el no estar sometida a otro tipo de normas.
Tenemos aquí una tormenta perfecta que puede llevar a que las condiciones del desarrollo económico tiendan a igualarse por abajo. En efecto, si en un país como España subimos los salarios o determinados impuestos para mejorar el bienestar social, si aumentamos los controles medioambientales o mejoramos las condiciones laborales, todo esto puede hacernos menos competitivos; lo que nos puede impulsar a movernos en la dirección contraria. Por simplificar, centrémonos en los salarios: el desempleo (en parte provocado por la deslocalización), la llegada de inmigrantes dispuestos a trabajar por salarios muy bajos, el tratar de competir con empresas situadas en países con menor nivel de vida o con empresas situadas en la economía sumergida, nos lleva a una presión muy fuerte a la baja para los salarios de los trabajadores. Es fácil sospechar que fenómenos como estos están detrás del brexit o del éxito de Trump, como también lo está el hecho de tratar de mantener la identidad cultural, que también está amenazada por la globalización.
"Los nuevos competidores cuentan con menos costes laborales y controles administrativos"
Otro elemento importante es el desarrollo tecnológico, que va haciendo innecesarios muchos trabajos poco cualificados, lo que también crea desempleo y presión para reducir los salarios o para no subirlos.
En el lado de los beneficiados están las personas que poseen el capital, que ahora pueden situar sus negocios fácilmente donde les es más interesante, y los trabajadores altamente cualificados, que se han convertido en un bien escaso al que se le puede sacar una altísima rentabilidad en un mundo global y a los que hay que pagar muy bien. Los ejecutivos de la City londinense pueden ser un buen ejemplo, y de manera más popular pensemos en Messi o en Ronaldo: sus indudables habilidades futbolísticas están muy bien pagadas porque de ellas disfruta todo el planeta y pueden proporcionar mucho dinero a sus clubs.
Todo esto nos aboca a una creciente desigualdad dentro de países como el nuestro, que la crisis de 2007 ha agudizado, a la que no sabemos poner remedio y que ayuda a entender el surgimiento de opciones políticas nuevas y su desconcertante éxito en muchos países. Lo peor es que no tenemos soluciones claras. A nadie le gusta que haya tanto desempleo y tanta desigualdad; no es normal que un ejecutivo gane mil veces más que algún trabajador de su empresa, pero ¿cómo lo arreglamos? Con más impuestos y más redistribución, con más regulaciones, corremos el riesgo de que la actividad se vaya a otros países. ¿Y si cerráramos nuestras fronteras? Yo no lo veo.
Todos deberíamos reflexionar sobre esto, porque creo que todavía no tenemos clara la solución. Mientras no haya otra idea mejor yo seguiré pensando que la economía de mercado es la que asigna de forma más eficiente los recursos y mejor defiende la libertad, y que hacen falta regulaciones y actuaciones del Estado para que el sistema funcione correctamente (entre las que están las políticas redistributivas); pero en un mundo globalizado, donde el objetivo debe ser derribar muros y no construirlos, el Estado se ha quedado muy pequeño y debemos ir pensando en una autoridad mundial que vaya asumiendo parte de las tareas que actualmente tienen los Estados, con actuaciones, regulaciones y redistribuciones de renta, según el principio de subsidiariedad, como nos ha recordado el papa Francisco en Laudato si’.
"El Estado se ha quedado pequeño y debemos pensar en una autoridad mundial que asuma parte de las tareas"
Terminaré recordando que los seres humanos somos libres y para lograr un mundo con mayor bienestar es preciso cultivar la ética entre nuestros conciudadanos. La ambición excesiva y la falta de solidaridad están en la base de muchos de nuestros problemas.
Fernando Gómez-Bezares es catedrático de Finanzas de Deusto Business School.