El posconsenso, año 1
Creíamos que la sociedad de la información nos ilustraría y derivó en la política espectáculo. Se sacude el orden mundial desde los países que lo lideraban
Algunos ven a todos los partidos igual de socialdemócratas, a otros todos les parecen neoliberales. No hace falta decir que los primeros no simpatizan con el socialismo ni los segundos con el liberalismo. Ambas posiciones, legítimas, se salen del consenso político y económico que nos ha durado 70 años, desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Europa resurgió de las cenizas desde el entendimiento entre democristianos y socialdemócratas, con más dosis de Adam Smith que de Marx, pero tanto Keynes como escuela de Chicago. Estado protector, economía de mercado. Libre comercio, regional primero y global después. Capitalismo con rostro humano.
La derecha europea hizo suyo lo social; la izquierda, el mercado. Los prejuicios de cada parte se fueron diluyendo: los tories de Cameron aprobaron el matrimonio homosexual; la más dura ley antiterrorista la firmó el socialista Hollande. Al difuminarse los contornos, muchos votantes se sienten ante una gran coalición de facto. La casta. Y, en tiempos propicios al activismo, los más críticos se pasan a los extremos, a derecha o a izquierda.
Aunque hoy esté mal vista, aquella idea compartida de la democracia liberal y el Estado del bienestar dio a Europa una estabilidad desconocida en nuestra sangrienta historia. Kerry ha recordado antes de despedirse que la Unión Europea no nació para el comercio, sino para evitar la guerra.
Es desconcertante que EE UU se repliegue y China aparezca como campeona del libre comercio
Con sus peculiaridades, en EE UU también existía cierto consenso transpartidista en torno al modelo de país. Los presidentes no demolían la obra de sus antecesores, fuera el New Deal de Roosevelt o la revolución liberal de Reagan, como Donald Trump sí va a arrasar el legado de Obama. La concordia se empezó a romper en tiempos de Bush con movimientos como el Tea Party (ultraconservador, contra el Estado, contra la ciencia y contra lo políticamente correcto), que consiguieron echar al monte a los republicanos.
Otra idea intocable todo este tiempo era la alianza transatlántica: Europa y EE UU creían compartir valores, estilo de vida y hasta un proyecto para la humanidad. Tras caer el muro de Berlín, y ante la pujanza de Asia, este pacto se fue haciendo menos explícito. Hoy vemos cómo Trump humilla públicamente a la UE, agasaja a sus enemigos Farage y Le Pen y declara “obsoleta” la OTAN, lo que parece invitar al amigo ruso al expansionismo (tiembla Estonia, ojo a Moldavia). Y ese presidente proclama, en su primer discurso, un inquietante “América, primero”. Acusa a sus socios comerciales de llevarse las fábricas, de robar su riqueza. No era ese el mensaje histórico del liberal, a veces ultraliberal, Partido Republicano.
Es desconcertante. Aparece China, desde su sistema dictatorial y su capitalismo de Estado, como campeona del libre comercio, porque tiene que dar salida a su enorme producción. Y México se convierte en un paria, como una Corea del Norte. Y si Europa es capaz de salir de la parálisis para asumir un papel en el mundo tendrá que hacerlo sin Reino Unido, que osa amenazar a sus vecinos con convertirse en un paraíso fiscal. Se tambalea el orden mundial que dominaron dos potencias, EE UU y Reino Unido, que ahora se repliegan en sí mismas, en lo que José Ignacio Torreblanca ha denominado “el suicidio anglosajón”.
Davos, el FMI o el BCE cambian su discurso. Ven las orejas al lobo populista, pero el lobo ya está mordiendo
Mucho ha cambiado en el siglo XXI: el descrédito de la política nacional ante la globalización; el miedo (infundado pero ancestral) a los extraños, acrecentado por el terrorismo islamista y la oleada de refugiados. Y, desde la crisis de 2007, el terrible contraste de los escándalos financieros (y políticos) con los sacrificios para la mayoría. La precarización de la clase media. El convencimiento de que nuestros hijos vivirán peor que nosotros (lo cree el 72% de españoles, según Metroscopia). De ahí que Davos, el gran foro del capitalismo, cambie su discurso para incorporar la desigualdad y la pobreza; de ahí que el FMI o el BCE aflojen la presión por la austeridad y pidan ahora más inversión pública o mejoras de salarios. Ven las orejas al lobo populista, pero el lobo ya está mordiendo.
Es injusto meter a todos los populismos en el mismo saco. Grecia no es Hungría. Hay movimientos autoritarios, si no fascistas, y otros con ideales igualitarios pero inviables como la democracia directa. Hay un líder en Filipinas que presume de matar a gente (con sus manos) y cita a Hitler como modelo; en Venezuela se arruina el régimen que iba a exportar el socialismo del siglo XXI. Hay involuciones democráticas como la de Turquía.
Son diversos los enemigos de la democracia liberal. Pero se alimentan del mismo malestar, tienden al caudillismo y comparten ese relato de un conflicto entre las élites y la gente. “Vamos a transferir el poder de Washington al pueblo”. Es una pantomima que Trump, multimillonario desde la cuna, ataque al establishment: se dispone a desregular a la banca, quitar el seguro sanitario a los pobres y bajar (más) los impuestos a los ricos. Al final hasta tiene contenta a Wall Street, a uno de cuyos banqueros ha entregado la cartera del Tesoro. No es cierto que a Trump le hayan votado los desposeídos; si acaso, los que temen serlo. Los datos dicen que su base ha sido el electorado conservador de toda la vida (rural, con más renta, menos formado). Pero fue la desafección de los trabajadores hacia los demócratas, que eran su apuesta tradicional, la que inclinó la balanza en estados clave donde el paisaje es el de las fábricas abandonadas.
Es una pantomima que Trump ataque a la élite. No le han votado los desposeídos; si acaso, los que temen serlo
El gran beneficiado por todo esto es Putin. Su sombra se proyecta sobre los ciberataques y bulos en la red que van minando a Occidente; su televisión RT, en muchas lenguas, permite intuir por dónde se inclinan sus intereses. Creíamos que la sociedad de la información nos educaría a todos. Pero las redes se llenan de mentiras y de mensajes de odio (no me refiero a la absurda condena a César Strawberry). Lo llaman posverdad. Sostiene Ángel Gabilondo que en realidad vivimos la “pospalabra”: antes la palabra de alguien tenía valor. Hoy puedes ser un mentiroso compulsivo sin reproche social y con rédito electoral.
No sobrevaloremos las redes:la política espectáculo –que prefiere lo visceral a lo racional, las emociones a los argumentos– echa raíces en medios tradicionales. Sobre todo en televisión. Trump fue estrella de reality show y ha seguido ahí: como candidato ocupaba la pantalla todo el rato gracias a sus exabruptos. La astucia para dar carnaza a las teles y a Twitter lo agigantó. Y ahora va a ajustar cuentas con la prensa más rigurosa, la que no reía sus gracias. Asistimos a una derrota de la Ilustración. Las reglas de la democracia, las escritas y las implícitas, están bajo asedio.
En este tiempo de posverdades –de mentiras– no nos queda otra que repetir las verdades una y otra vez. Es verdad, desde la antigüedad, que el libre comercio beneficia a las partes y previene conflictos. Es verdad que el proteccionismo sostendrá a algunas industrias, pero lo pagarán caro todos los consumidores. Es verdad que nuestras sociedades envejecidas necesitan inmigrantes, o nos quedaremos sin mano de obra ni pensiones. Es verdad que humillar al país vecino causará problemas que saltarán cualquier muro. Es verdad que la globalización es imperfecta y crea tensiones, pero también que ha sacado a cientos de millones de personas de la pobreza. No es verdad que los países emergentes roben nuestra riqueza (ha sido más cierto lo contrario). Es verdad que el cambio climático amenaza al mundo. No sabemos si es verdad que la economía abierta tenía marcha atrás. Lo vamos a comprobar. Entramos en terreno de lo desconocido. “¡Que Dios nos proteja!”, dijo Trump con la mano sobre dos biblias.