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Tribuna
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La extinción de un contrato de trabajo y sus costes

La reciente y controvertida sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea sobre los trabajadores interinos ha suscitado numerosas reacciones y, hoy por hoy, es difícil determinar los efectos que tendrá a nivel interno.

No obstante, puede afirmarse que lo que subyace en el fondo del conflicto entre la contratación temporal y la indefinida es la discusión acerca de quién debe asumir los costes derivados de la extinción de un contrato de trabajo.

Para poder dar respuesta a esta compleja cuestión (siguiendo la matriz conceptual que propone G. Calabresi) podría ser oportuno partir de las siguientes premisas: primero, en una economía de mercado, la conservación del empleo no puede mantenerse a cualquier precio (debiéndonos preguntar, a continuación, hasta qué punto estamos dispuestos a preservarlo y cuánto queremos pagar por ello); y, segundo, la configuración del fraccionamiento de estos perjuicios no está predeterminada, sino que, en último término, depende de los fines (políticos, económicos y/o sociales) que se persigan.

Si nos centramos en la segunda premisa, en nuestro modelo, la distribución se articula, en términos generales, del siguiente modo: una parte los asume el empresario de forma directa (a través de la indemnización legal tasada, salvo que el despido sea disciplinario y procedente). Y otra parte, según los casos, se socializa (mediante prestaciones contributivas o no de desempleo y/o a través del Fogasa). No obstante, debe tenerse en cuenta que el trabajador también puede acabar internalizando parte de los costes, bien porque no esté cubierto por ninguna de las anteriores opciones (o lo esté parcialmente) o bien porque, estándolo, no compensen la totalidad del daño padecido.

De lo expuesto se advierte, por un lado, que esta matriz distributiva proyecta un determinado incentivo en cada uno de los implicados; y, por otro, que son múltiples las alternativas posibles en función del fin que se persiga (pudiendo mutar con el tiempo).

Sin embargo, más allá de esta variabilidad, la empecinada alta temporalidad del mercado de trabajo español evidencia, de forma destacada, dos aspectos.

Primero: en esta dicotomía entre contratación indefinida o temporal, los destinatarios de las normas han seguido un comportamiento estratégico alejado de la conducta que, a priori, se ha pretendido generalizar con la Ley.

Y segundo: el Derecho (y el legislador) ha pecado de autosuficiencia al pensar que la mera promulgación de las normas era suficiente para persuadirlos, pensando que se iba a cumplir ciegamente.

Es posible que, a resultas de la citada sentencia, se haya encarecido el recurso a la contratación temporal. No obstante, a pesar de la eventual equiparación en los importes de las indemnizaciones por extinción del contrato, es poco probable que ello impacte significativamente en la pronunciada segmentación del mercado trabajo. Especialmente porque la extinción objetiva de un contrato indefinido, además, conlleva ciertos costes de gestión/litigación que la siguen haciendo menos atractiva que su alternativa.

Vaya por delante que, a partir de lo expuesto, no se está sugiriendo una descausalización de la extinción contractual ni la desaparición del control jurisdiccional (por impedirlo ambas el marco constitucional e internacional que nos rige), ni tampoco se pretende proyectar la idea de que la creación de empleo indefinido está inevitablemente condicionada al incremento de los costes que deben internalizar los trabajadores.

Lejos de estos enfoques, y al margen de las opciones que personalmente estime como más adecuadas, lo que en esencia se está proponiendo es la necesidad de adoptar un marco normativo que promueva, junto con otros objetivos, la dimensión estratégica. Es decir, crear normas que también sean eficientes: esto es, que prevean el impacto de las diversas opciones de fraccionamiento en los destinatarios.

La búsqueda de la eficiencia del marco legal no es incompatible con la promoción de la justicia y la redistribución de la riqueza, ni tampoco comporta per se que deba renunciarse al respeto de la naturaleza jurídica de las instituciones implicadas. De otro modo, se estaría sustituyendo el saber económico por el jurídico. No obstante, configurar leyes sin evaluar su posible incidencia en la conducta de los individuos tampoco parece razonable.

Las opciones que un enfoque de estas características habilitaría son múltiples y, sin duda, exigiría un debate sosegado y política y socialmente valiente. Y es claro que la actual inestabilidad política no describe el mejor de los escenarios posibles.

No obstante, ante la evidencia de que los métodos empleados hasta la fecha no han permitido alcanzar el objetivo propuesto, quizás sea el momento de introducir un cambio de perspectiva a la hora de afrontar, cuando sea posible, la respuesta a la cuestión inicialmente planteada.

De otro modo, probablemente seguiremos sin ser capaces de alcanzar una solución satisfactoria.

Ignasi Beltrán de Heredia Ruiz es Profesor de Derecho del Trabajo y la Seguridad Social de la UOC

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