La evaluación del gasto público
Hay una asignatura pendiente: el análisis y examen de los programas de ingresos y gastos
En los últimos años, España ha realizado un esfuerzo considerable de disciplina presupuestaria, lo que ha sido posible, en parte, gracias a la aprobación de instrumentos jurídicos –señaladamente, la Ley Orgánica de Estabilidad Presupuestaria y Sostenibilidad Financiera– que formulan reglas fiscales y establecen mecanismos preventivos y correctores para garantizar su cumplimiento en todos los niveles de gobierno. Es lógico que así haya sido, ya que nuestros compromisos europeos y la credibilidad de las finanzas públicas españolas obligaban a realizar este esfuerzo de consolidación fiscal. Tal vez por esta urgencia, sin embargo, existe un aspecto que sigue estando poco desarrollado en nuestro país, como es la evaluación de los programas de ingreso y gasto público.
Centrándonos ahora en los de gasto, la propia denominación que empleamos, esto es, “evaluación de programas de gasto público” en lugar de usar la más extendida de “evaluación de políticas públicas”, expresa cuál es mi posición. Entiendo que la evaluación debe integrarse, como un aspecto más, dentro del ciclo presupuestario de cualquier país avanzado, como es el nuestro. En esta concepción, aquel proceso debe partir de una explicitación de los objetivos de política que se pretenden conseguir con cada programa presupuestario. Dichos objetivos, a su vez, deben ser la expresión concreta del programa de gobierno votado por los ciudadanos. A continuación, debe realizarse una evaluación ex ante de dichos programas, que permita concluir, razonablemente, que su diseño concreto constituye la mejor opción para la consecución de dichos objetivos.
"Todo lo anterior es el reflejo de una ausencia de cultura evaluadora, algo muy propio de los países latinos”
Al tiempo, estos programas deben diseñarse, desde su inicio, pensando en que van a ser evaluados también a posteriori, lo que implica la construcción de un sistema de indicadores, así como procurar las bases de datos necesarias que permitan tal evaluación.
Durante la ejecución del presupuesto, además de realizar un seguimiento físico y financiero de su ejecución, debe evaluarse su eficiencia. Finalmente, una vez ejecutado el presupuesto, deberían realizarse evaluaciones que midan el impacto de los programas, entendido como cumplimiento de los objetivos para los que se diseñaron. Sus resultados deben servir para retroalimentar todo el proceso, reformulando los programas presupuestarios, en unos casos, dotándolos mejor, en otros, e incluso, suprimiéndolos en aquellas ocasiones en los que se revelen como claramente ineficaces.
Este papel central de la evaluación en el ciclo presupuestario constituye una recomendación constante de los organismos internacionales. Sin ir más lejos, la OCDE, en sus principios de gobernanza presupuestaria, considera –principio octavo– que es necesario integrar en el proceso presupuestario el análisis del resultado, la evaluación y la optimización de recursos.
Nada de esto sucede en nuestro país o, al menos, no de una forma sistemática y planificada. A lo sumo, podemos encontrar evaluaciones en aquella parte del presupuesto financiada con fondos comunitarios, dada la obligación impuesta, en este sentido, por la Unión Europea.
Pero, como decimos, se trata de una isla en un contexto de ausencia de evaluación de resultados. Los motivos son variados. En primer lugar, tenemos un presupuesto de medios, en el que el eje fundamental es la clasificación económica, que nos dice en qué se gasta –bienes corrientes, bienes de inversión, etc.– y no para qué se gasta. Esta última información, imprescindible para la evaluación, se recoge en la clasificación por programas, que presenta muchas deficiencias en nuestro país. En particular, no define cuáles son los productos que el proceso de gasto público pone a disposición de los ciudadanos para la consecución de los objetivos de política, que tampoco se explicitan claramente. En segundo lugar, la propia normativa presupuestaria contempla los controles de legalidad y las auditorías financieras, pero desconoce la evaluación.
"Si no se abordan estas tareas seguiremos corriendo el riesgo de que no se realice el mejor uso de los recursos"
Este es un aspecto central, ya que es dicha normativa –la Ley General Presupuestaria– la que tiene que concebir e incluir la evaluación dentro del ciclo presupuestario. En tercer lugar y en conexión con lo anterior, los órganos de control interno y externos han centrado hasta ahora toda su preocupación y esfuerzo en el control de legalidad, olvidando estas nuevas funciones de evaluación.
Todo lo anterior no es sino el reflejo de una ausencia de cultura evaluadora, rasgo muy propio de países latinos como el nuestro, donde otorgamos más relevancia a la forma que al fondo. Así, nos preocupa más el cumplimiento de la legalidad formal en el gasto que conocer si dicho gasto está siendo eficiente y eficaz, en el sentido de que cumple los objetivos para los que se programó. Al tiempo, tanto los responsables políticos como los gestores públicos muestran resistencia a ser evaluados, a que se conozca si su diseño y ejecución del gasto está siendo útil social y económicamente. A nuestro juicio, el Gobierno que surja de la próxima legislatura debería hacer frente a este problema endémico de nuestras finanzas públicas como una de sus prioridades.
Para ello será necesario que acometa reformas normativas y de carácter institucional, incluyendo la función evaluadora en el ciclo presupuestario y atribuyéndosela a los órganos internos de intervención y al propio Tribunal de Cuentas. Es cierto que tales órganos no disponen ahora mismo de las capacidades técnicas para la realización de las evaluaciones más complejas, pero no lo es menos que existen otras instituciones dentro del Estado –del propio Ministerio de Hacienda– que sí cuentan con tales habilidades y se encuentran infrautilizadas, como es el caso del Instituto de Estudios Fiscales, que ha realizado una magnífica labor en la evaluación de los fondos comunitarios que antes mencionábamos. La colaboración administrativa, por tanto, resuelve estos problemas.
Si no se abordan estas tareas, seguimos corriendo el riesgo de que se acometan infraestructuras que carecen de demanda, de que se pongan en marcha programas de gasto ineficaces o duplicados y, en definitiva, de que no se realice el mejor uso de los recursos públicos. Y, lo que es peor, que todo ello ocurra de forma silenciosa y sin conocimiento por parte de los ciudadanos que sostienen el gasto público, salvo en los supuestos más patológicos y escandalosos.
Jesús Rodríguez Márquez es socio F&J Martín Abogados. Profesor titular de Derecho Financiero y Tributario.