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Crecepelo disruptivo

¿Qué pasaría si a partir del próximo lunes todos los negocios del país decidiesen aplicar las lecciones que se enseñan en las escuelas de negocios? Imaginen que el taller de toda la vida decide “salir de la zona de confort”, que los gestores de una cadena de supermercados deciden “desaprender lo aprendido”, que el kioskero busque innovaciones disruptivas o que el panadero dé la vuelta al negocio porque “hoy, la competencia está en un garaje”.

El estándar actual de la innovación disruptiva (esta última palabra, por cierto, no está admitida por la RAE)o disrupción lo introdujo en 1997 Clayton Christensen, y la tesis es atractiva: Las grandes compañías tienden a fracasar porque rivales más pequeños, flexibles e innovadores ofrecen soluciones más baratas y ajustadas a la demanda.

Paradójicamente, esta teoría tiene gran tirón precisamente en las grandes corporaciones y en las consultoras que trabajan para ellas. Lógico; es sencillo entrar en una sala de reuniones blandiendo una aplicación del teléfono y un Power Point y disertar sobre cómo los ratones sobrevivieron y los dinosaurios no. Entrar en la misma sala y preguntar por procesos de producción, proveedores o satisfacción del cliente es más complicado, y levanta más ampollas.

Es más; como en esta cultura, un tanto falseada, del emprendimiento, el fracaso es una virtud, las iniciativas empresariales ni siquiera están sometidas al contraste de la realidad o los resultados. Si funcionan, perfecto. Si no, también. La innovación disruptiva es un éxito por sí misma. En realidad, nadie se cree del todo este cuento; al igual que pocos ciudadanos pueden permitirse eso de fracasar 10 veces antes de montar su exitosa start-up, pocos accionistas soportan una empresa que fracasa una vez tras otra. Ahora, el cuento viene de maravilla para sobrevivir en el ecosistema de las plantas nobles

Un paper publicado este mes desmonta, o intenta desmontar, la tesis de la disrupción. De los 77 casos citados en el paper de Christensen de 1997, solo siete (el 9%) cuadran en la definición original. Todas las empresas tienen que pelear con la innovación que plantean sus competidores, pero no terminan siendo expulsadas del mercado. Los ultrasonidos (citados por Christensen) no han acabado con los rayos X, y de hecho los fabricantes de rayos X han desarrollado la resonancia magnética. En 2014 otro artículo en The New Yorker apuntó, también, que los datos no respaldaban la teoría. No gustó a todo el mundo

 

El concepto no es inválido, en su justa medida. Hay negocios donde los cambios tecnológicos han roto las normas anteriores; aplicar este mantra a cualquier escenario es un lugar común que denota pereza mental, no voluntad de innovar.

Pero, tras el debate en torno a la teoría de la innovación disruptiva hay una cuestión más de fondo: si Silicon Valley ejemplifica la aceleración del cambio tecnológico o, al contrario, su estancamiento.

Yo estoy en el campo escéptico. Así, en general. Y, en este particular, porque la reorganización de datos me parece un fenómeno capaz de generar grandes beneficios en segmentos empresariales concretos (en los que el ganador se lo queda todo y expulsa al competidor, generalmente bajo unas reglas de juego de nuevo cuño), pero incapaz de aumentar la productividad del trabajo agregada. Una redistribución de ingresos, más que in generador de rentas.

No estoy, aún, en el campo de Franzen o Mozorov, pero nunca se sabe. Es una discusión bastante profunda, y tengan por seguro que me equivoco. En todo caso, innovar me sigue pareciendo algo muy meritorio y difícil. Predicar sobre innovación es todo lo contrario: tan inútil como facilón.

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