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El Foco
Tribuna
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Tolerancia

Cada año, en diciembre, le escribo una carta a los Reyes Magos para que me traigan un regalo: una batuta con la que dirigir una orquesta sinfónica, lo que más anhelo en mi vida. Como es lógico, cuando llega el 6 de enero, los Reyes no me hacen caso y yo me quedo sin poder cumplir mi sueño porque, como argumenta mi quiosquero y amigo Juanfran, que es muy castizo, “por mucho que te guste, chato, sin saber música será difícil que dirijas una orquesta...”. Pero los Magos, que al final siempre reparten ilusiones y saben compensar, en lugar de una batuta me regalaron este año las entradas para poder asistir, fuera de abono, al concierto en Madrid de la West-Eastern Divan Orchestra, la formación que creó y dirige el gran Daniel Barenboim. Créanme, la velada fue maravillosa; la interpretación de las obras de Ravel extraordinaria, singularmente el Bolero, absolutamente mágico e inolvidable. Cuando habla del éxito de su orquesta, no lo olvidemos, integrada por músicos israelíes, palestinos, árabes y españoles, el maestro Barenboim siempre se refiere a que el secreto está en la inclusión, el diálogo, en conocer y respetar al otro; en definitiva, en la tolerancia.

Los franceses, además de buscar las sinrazones de la tragedia que mitiguen su dolor, necesitan referentes

Cuento esto recordando a nuestra vecina y horrorizada Francia, justamente empeñada en una movilización general contra el terrorismo tras la masacre del semanario Charlie, y viviendo todavía –como muchos de nosotros– en un clima de amargura y desgarro. Los franceses, además de buscar las sinrazones que mitiguen su dolor, necesitan referentes y, según cuentan los medios, han vuelto los ojos a Voltaire para releer y volver a editar su famoso Tratado sobre la tolerancia, una crítica feroz contra el fanatismo religioso escrita hace más de 250 años, en 1763, época en la que (y de ¿tolerancia? hablamos) se prohibió en España la traducción y edición de la obra de Voltaire, para quien no hay ventaja alguna en perseguir a los que no son de nuestra opinión y en hacernos odiar por ellos.

Max Aub, que fue ciudadano francés antes de conseguir la ciudadanía española y, más tarde, la mexicana, iba más allá. Remitió una nota al presidente de la República Francesa en la que, a propósito de una petición que le fue denegada, sentenciaba: “El mundo agoniza por falta de tolerancia y no estoy dispuesto a contribuir a ello en lo poquísimo que soy, pero no dejo de ser hombre. La tolerancia, que nada tiene que ver con el verbo tolerar, es hoy el bien más olvidado. Reina su contrario. Y, sin embargo, no hay ni hubo mayor grandeza que el arribo a su puerta cuando no se trata de debilidad. Prenda absolutamente humana: aceptar lo de los demás. No hacer en ellos lo que no se quiere para sí mismo”. La carta de Max Aub está datada en 1951 y, todavía antes, en los primeros años treinta del pasado siglo, Manuel Azaña, el que fuera presidente de la II República española, ya habló de la intolerancia “que sopla arrasadora como el siroco” porque a muchos españoles no les basta con profesar lo que quieren: “Se ofenden, se escandalizan, se sublevan si la misma libertad se otorga a quien piensa de otra manera”.

Hemos construido de forma consciente/inconsciente una sociedad desigual, competitiva y narcisista

Creer que se posee la única verdad significa sentirse con el deber de imponerla, incluso por la fuerza. El dogmatismo siempre ha producido intolerancia en cualesquiera de los campos del saber, en la política, en la gobernanza de las empresas, en la religión, en los pueblos y, muchas veces, en la sociedad toda. Y en pleno siglo XXI ya no sirve cruzarse de brazos: ni debemos ni podemos. Y, como casi siempre, la solución está a nuestro alcance, en la educación, que nunca debería convertirse en un privilegio, y que es un instrumento, un refugio capaz de crear oportunidades, construir personalidades y cincelar propósitos.

No podemos esperar a que la economía mejore para invertir en educación, sino al contrario. Los humanos, erre que erre, a pesar de que llevamos soportándonos miles de años, todavía no tenemos conciencia clara de que la literatura y los saberes humanísticos, la cultura y la enseñanza constituyen, como afirma Nuccio Ordine, “el líquido amniótico ideal” en el que las ideas de democracia, libertad, justicia, laicidad, igualdad, derecho a la crítica, solidaridad, tolerancia y bien común –que no es público ni tampoco privado– pueden experimentar un vigoroso desarrollo; exactamente lo que la ciudadanía necesita y demanda en múltiples foros y de todas las formas posibles, y en un tiempo –este que nos toca vivir– complejo y lleno de incertidumbres. Hemos construido de forma consciente/inconsciente una sociedad desigual, competitiva y narcisista en la que son protagonistas la fama, la intolerancia y el dinero, y en la que cualquier procedimiento, aunque sea deshonroso o ilícito, parece servir, y hemos abandonado en el camino eso que Orwell llamó common decency, la decencia común, la infraestructura moral básica que nos hace superiores como personas; o nos hemos atrevido a pisotear la llamada cultura de empresa, un factor determinante en el mundo de los negocios que –para hacerse universal– debería estar vinculado siempre a valores.

Soplan vientos electorales y se habla, sobre todo para hacer referencia a la corrupción, de tolerancia cero, lo que no deja de ser un contrasentido: los delitos hay que perseguirlos y castigarlos, no tolerarlos; eso es otra cosa, y ocurre que cuando hay disonancia entre decir y hacer, cuando las palabras, tan sonoras, se alejan de la realidad, tan muda, resulta más elocuente la realidad que las palabras. Ser tolerante no es ser débil ni blando: es una regla de convivencia democrática; es respetar y tomar en consideración las opiniones y lo que los demás hacen, aunque difieran de lo que nosotros pensamos, decimos o hacemos. Y aunque su práctica resulte difícil, también lo dejó escrito Max Aub, “no existe otra escuela de la tolerancia que la propia tolerancia”.

Juan José Almagro es doctor en Ciencias del Trabajo y abogado.

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