Iguales y desiguales
Mi amigo Manolo dice que la igualdad formal consagrada en el artículo 14 de la Constitución Española no se cumple, y que, digan lo que digan nuestros sabios padres de la patria, los juristas de reconocido prestigio y tertulianos varios, ese principio solo se concreta y se hace real en verano: sin ropa, la obligada ausencia de signos externos sí que nos hace iguales. Sin traje de baño, y más allá de vientre liso, tableta o barriguita cervecera, del biquini o de la particular figura de cada quien, la mayoría de las personas nos parecemos demasiado e incluso hacemos lo imposible para comportarnos de similar manera porque los humanos, vaya usted a saber la razón, generalmente hacemos las mismas tonterías, nos fijamos en los que marcan tendencia y también en lo que hacen/dicen/se ponen los famosos que, aunque sean de tercera división, casi siempre ejercen de atrayente espejo o de estímulo para reír/llorar porque “hay gente pa tó”, que dijo el torero. En la playa –eso sí– se pueden marcar distancias, sobre todo si se presume de neverita portátil (las hay con ruedas, de verdad) y sombrilla king size, modelo chiringuito, donde cabe toda la familia, los amigos y los allegados, y que se ha convertido en un signo externo de poderío que marca la diferencia...
Más de un 27% de la población infantil en España vive en riesgo de pobreza, según Unicef
Si el verano y la poca ropa nos traen igualdades y semejanzas, cuando llega septiembre la cosa sigue y la vida también, y se ponen de relieve muchas desigualdades; demasiadas probablemente, porque no deberíamos olvidar que, después de las vacaciones, sigue habiendo vida y que el descanso (quienes lo hayan disfrutado y los que no, también) puede servir para poner en orden las ideas, para reflexionar sin agobios y también para profundizar, cultivarnos y enriquecernos con las ciencias del hombre, probablemente las que menos desarrollamos y más descuidamos los que nos seguimos llamando –curiosa paradoja– personas humanas. Y para denunciar inequidades y hacer algo, lo que sea, para solucionarlas.
Por ejemplo, deberíamos recordar que, antes (y después) del verano, en España la pobreza tiene rostro de niño y avergonzarnos de que, según Unicef Comité Español, 2,3 millones de niños y niñas viven a nuestro lado en riesgo de pobreza, más de un 27% de la población infantil. La brecha entre niños pobres y ricos cada vez es más ancha y la desigualdad, aunque parezca increíble, se ha cebado especialmente con ellos y se ha instalado de forma natural entre nosotros, pobres seres humanos que hemos hecho dejación de nuestra propia dignidad al permitir tal descalabro, y que seguimos invirtiendo recursos muy escasos en políticas de infancia, solo el 1,4% de nuestro PIB, ocho décimas menos que la media de nuestros socios de la Unión Europea. Hace falta ya un pacto de estado por la infancia.
Con nuestras universidades en la cola de cualquier ranking de excelencia, nos seguimos olvidando de la educación, con mayúsculas, el más poderoso instrumento de transformación social que existe. A pesar de que la educación es uno de los derechos que más fuerza tiene para romper el círculo de la pobreza, de la desigualdad y de la exclusión social, las tasas españolas de fracaso y abandono escolar son de las más altas de la Unión Europea, lo que contribuye a incrementar la inequidad de nuestro sistema educativo que, no hay que olvidarlo, y al albur de los vaivenes políticos y electorales, desde 1985 ha sido capaz (?) de sacar adelante cinco leyes orgánicas sobre educación, como si esos cambios normativos fueran el método más eficaz para garantizar la consolidación y el éxito de un sistema. En casi treinta años (desde la LODE de 1985 hasta la actualidad) hemos constatado que, precisamente, la falta de acuerdos básicos sobre la educación que queremos para nuestros hijos y para el futuro del país, la actual y mal entendida política de austeridad en temas educativos y la inseguridad jurídica han hecho fracasar un sistema que nos lleva al precipicio y nos sitúa tan lejos, por ejemplo, del modelo finlandés donde la escuela se enriquece con los mejores pedagogos y se concibe como el corazón de la comunidad y, al mismo tiempo, como una comunidad de aprendizaje donde está garantizada la igualdad de oportunidades.
La corrupción es percibida por los ciudadanos como el principal problema que nos afecta, tras el paro
En otros ámbitos, volvemos desgraciadamente a las andadas y a más desigualdad: si hace treinta años el sueldo del trabajador medio en Inglaterra era 20 veces menor que el de los directores ejecutivos, en el año 2000 se pasó a 60 veces y hace dos años el ratio se estableció (vigente la crisis y los recortes y la austeridad) en 160. El que tales remuneraciones hayan crecido tanto en estos países –según Vicenc Navarro– no tiene nada que ver con incrementos de productividad, sino con el poder político que sectores muy minoritarios tienen. A más poder político mayor es el crecimiento de su riqueza. En España ocurre algo parecido y, como denuncia el catedrático Antonio Baylos, “los altos directivos de las empresas y de la banca, con independencia del éxito o del fracaso de sus empresas, ganan mucho más que cualquier trabajador o cualquier alto funcionario. Son ostentosamente retribuidos e incrementan sus retribuciones pese a la crisis y a la austeridad que se preconiza para toda la sociedad y el trabajo”. La relación entre desempleo y pobreza es siempre el extremo final de la desigualdad, y la agencia de calificación de riesgo Standard & Poor’s, en un reciente informe de primeros de agosto, ha venido a corroborar que una desigualdad elevada es siempre un lastre para el crecimiento.
No nos damos cuenta, o sí pero parece no importarnos, de que la desigualdad es el talón de Aquiles de la moderna economía y el fracaso de la misma sociedad. Y, naturalmente, seguimos sin meter mano a la corrupción, tema en el que, según los índices de Transparencia Internacional, España ha caído del puesto 20 al 40 en solo 4 años: un desastre sin paliativos, y así se percibe por los ciudadanos que consideran a esa lacra, tras el paro, como el principal problema que nos aqueja. La crisis –cualquiera que sea– no la superaremos sin la iniciativa ciudadana, sin el trabajo de todos y cada uno, aun sin los políticos, corrigiendo los despropósitos del capitalismo duro y, a través del compromiso y la cooperación, desarrollando una economía del bien común, que no es mal propósito.
Juan José Almagro es doctor en Ciencias del Trabajo y abogado.
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