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La Comisión Europea pierde la inocencia

La crisis está terminando con el anonimato de las autoridades europeas. La opinión pública quiere identificar con nombre y apellidos a quienes toman decisiones, en Fráncfort o en Bruselas, que repercuten en todo el continente. Un escrutinio tan democrático como incómodo para unas instituciones que no están acostumbradas a tan mala vida.

(Publicado en la edición de papel de Cinco Días, hoy 11 de febrero de 2013. Aquí se añaden algunos enlaces).

Los miembros de la Comisión Europea disfrutaban hasta ahora de un confortable anonimato que les eximía en gran parte de dar explicaciones sobre sus decisiones políticas. Pero la crisis se ha convertido en un enorme candelabro que ilumina hasta los rincones más umbríos de los pasillos comunitarios. Un escrutinio que sorprende e incomoda a un organismo poco acostumbrado a reconocer errores y que en 14 años solo ha cesado a un comisario (hace un par de meses).

El primer fogonazo de la nueva situación lo ha sufrido Olli Rehn. Fuera de su país, Finlandia, pocos conocían su nombre, aunque es comisario europeo desde julio de 2004 (primero, de Industria, cuatro meses, y de Ampliación después, más de cinco años).

Pero Rehn tuvo la suerte envenenada de asumir la cartera de Asuntos Económicos en febrero de 2010, justo en el momento en que estalló en Grecia la Primera Gran Crisis del euro. Y ese puesto le ha reportado 15 minutos de fama mundial que se le pueden hacer insoportablemente largos.

Su apellido se ha convertido en el sinónimo de las políticas de austeridad impuestas por la troika, a pesar de que la Comisión es el elemento más benévolo de un grupo dominado por el BCE y el FMI. Rehn, además, ha concedido prórrogas a Grecia, Portugal o España para cumplir con el objetivo de déficit.

Pero los matices sirven de poco cuando algunos países, como los tres mencionados, encadenan el sexto año consecutivo de crisis y soportan cifras récord de desempleo. La población exige responsabilidades. Y no solo en sus respectivas capitales, sino también en Bruselas o Fráncfort.

“Cuando más necesitamos Europa, más desconfiamos de ella, incluso en un país tan europeísta como España”, advirtió la semana pasada en la capital comunitaria Alfredo Pérez Rubalcaba, secretario general del PSOE.

La inquina contra las instituciones alcanza tal nivel que en el aeropuerto de Atenas la policía local acompaña a los miembros de la troika hasta la misma puerta de embarque de su avión, según comprobó CincoDias en septiembre de 2012. Y la semana pasada, un diario griego revelaba también que la Comisión ha dado instrucciones a sus funcionarios para que oculten su condición cuando se desplacen a la capital griega.

Bruselas lleva mal esa desconfianza, acostumbrada a la impunidad incluso en el caso de reconocidos disparates, como el Reglamento de los líquidos permitidos en la cabina de los aviones o la confección de la lista antiterrorista.

En ambos casos, y en muchos otros, el Tribunal de Justicia europeo ha zarandeado violentamente a las instituciones europeas por errores flagrantes en su labor. Consejo o Comisión se limitan a tomar nota de las sentencias y pasan la página de unos fiascos que, en política nacional, por lo menos en algunos países, probablemente hubieran costado más de una dimisión.

No en Bruselas, donde las críticas se reciben con acritud y se responden con acusaciones de antieuropeísmo. Hasta Rehn, otrora conocido como el comisario de hielo, arremete ahora furibundo contra los molinos, reales o imaginarios, que se cruzan en el camino de la troika. Y el enojo no es exclusivo del finlandés. Otros comisarios, como Neelie Kroes, y una parte del equipo de prensa de la CE, cruzaban la semana pasada varios tuits de dudoso gusto con un tal Paul Krugman, que se ha permitido cuestionar las recetas de Bruselas sin más aval que un Premio Nobel de Economía.

Rabietas aparte, Bruselas parece condenada a gestionar una coyuntura política y social que amenaza con deteriorarse gravemente. En la Comisión se sientan presuntos responsables de Industria (Antonio Tajani), Empleo (Laszlo Andor) o Servicios Financieros (Michael Barnier). Y así hasta 27 miembros, a razón de más de 20.000 euros al mes por cabeza, a quienes no se puede culpar de lo ocurrido, pero que tampoco pueden lavarse las manos como si la crisis no fuera un problema europeo.

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