El euro: entre la inquietud y la esperanza
En la cumbre de Bruselas se pretendían dos cosas: a medio plazo, convencer a los mercados de que estamos dispuestos a seguir compartiendo una moneda; a corto plazo, estabilizar los mercados de una vez por todas para cortar la hemorragia de la deuda pública. Los mentores del acuerdo, la canciller Merkel y el presidente Sarkozy, creen que se han conseguido ambos. Los socialistas franceses y alemanes opinan lo contrario. Olivier Blanchard, el economista jefe del Fondo Monetario Internacional (FMI), es más ponderado: "Lo que sucedió la semana pasada es parte de la solución, pero no es la solución".
Para saber quién tiene razón tendremos que esperar a que se pronuncien los mercados y no lo harán con rotundidad hasta el próximo enero, mes en que hay vencimientos de deuda importantes. Si su veredicto es negativo, le tocará el turno al Banco Central Europeo (BCE) y sabemos que Mario Draghi, su presidente, solo comprará bonos públicos si considera que la cumbre ha dibujado un horizonte de seguridad. En caso contrario, no los comprará y estaremos donde estábamos; pensando en la próxima cumbre.
Mientras los mercados se pronuncian solo podemos reflexionar sobre lo que ha pasado en Bruselas, empezando por las soluciones a medio plazo. Los alemanes parten de un diagnóstico muy claro: la crisis actual no es una crisis monetaria, es una crisis de deuda que afecta solo a ciertos países. En consecuencia, la austeridad es la receta apropiada. Coincido en que la crisis actual se debe a los excesos cometidos por muchos Gobiernos en épocas de bonanza, pero no ha sido así en todos los casos. España e Irlanda, por ejemplo, lucían cuentas saneadas antes de la caída de Lehman Brothers; por tanto, sus déficits presupuestarios fueron consecuencia, no causa, de la crisis. Sus dificultades actuales son debidas a un extravagante endeudamiento privado, en el caso español, y al sobredimensionamiento del sector bancario, en el caso irlandés. Dos desajustes que se agravaron aún más por la falta de competitividad de ambos países.
El caso español e irlandés evidencian que la famosa Unión Fiscal está muy bien, pero que también hay que corregir los desequilibrios macroeconómicos y atender las reformas estructurales necesarias para ganar competitividad. Como con acierto ha dicho Van Rompuy, presidente del Consejo, la crisis actual es una crisis sistémica que necesita una respuesta sistémica.
A corto plazo, lo que se requiere con urgencia es estabilizar de una vez los mercados financieros, cosa en la que parecen mucho más interesados los franceses que los alemanes. Si esto no se consigue, muchos países de la eurozona verán cómo sus ahorros solo sirven para pagar intereses sin que el principal de la deuda disminuya. En la última cumbre se ha decidido apalancar el Fondo de Rescate Europeo provisional (EFSF en inglés), dotado con 440.000 millones de euros, aunque todavía no se sepa cómo. Se ha decidido también adelantar a julio de 2012 la entrada en vigor del Mecanismo Europeo de Estabilidad (ESM en inglés), dotado con 500.000 millones de euros, pero tampoco sabemos cómo se llegará a esta cifra.
Jean Pissani-Ferry, director de Bruegel, un conocido think tank de Bruselas, cree que estas medidas serán suficientes. El presidente de EE UU, Barack Obama, es menos optimista y cree que harían falta por lo menos dos billones de euros para prestar a los países en dificultades, cuantía que solo podría alcanzarse con la famosa cesta de eurobonos. Eurobonos que servirían además para superar la fragmentación de los mercados europeos y para devolver a la deuda pública su carácter de activo sin riesgo.
Pero mientras estos cortafuegos no estén operativos solo nos queda el BCE. En Bruselas se ha hecho encaje de bolillos para que no parezca que está asumiendo compromisos de los Gobiernos nacionales, que es cosa prohibida en los tratados. Los bancos centrales canalizarán 200.000 millones de euros al FMI para que este, a su vez, los preste a los países en dificultades. El BCE seguirá prestando a los bancos privados sin límite y a un tipo de interés muy bajo. Eso no es nuevo; lo novedoso es que el vencimiento pasará de uno a tres años y que se aceptarán en prenda valores de peor calidad que hasta ahora. Todo para que el crédito vuelva a fluir a empresas y familias y, detalle no menor, para que los bancos sigan comprando deuda pública que acabará en los cofres de Fráncfort cuando se pignoren.
El BCE seguirá además comprando en los mercados secundarios, aunque no sepamos por ahora con qué entusiasmo. Sería mucho más sencillo que el BCE se convirtiese en prestamista de última instancia, como la Reserva Federal o el Banco de Inglaterra. O que simplemente los Estados miembros se comprometiesen a absorber las pérdidas derivadas de las intervenciones del BCE en los mercados de bonos. Pero eso por ahora no tiene traducción al alemán.
Coda. En una situación de emergencia como la que nos encontramos, el Tratado intergubernamental era la única solución posible. Este Tratado supone mayores poderes para el Consejo Europeo, un nuevo contrato social que necesita una nueva legitimidad democrática. Legitimidad que solo pueden darle los Parlamentos nacionales, de un lado, y la Comisión y el Parlamento Europeo, las dos instituciones genuinamente europeas, de otro. La Revolución Francesa acabó con el despotismo ilustrado y no es cosa de resucitarlo más de 200 años después.
José Manuel García-Margallo y Marfil. Vicepresidente de la Comisión de Economía del Parlamento Europeo