A vueltas con el problema griego
Acaba de cumplirse hace apenas unos cuantos días un año desde la aprobación del paquete de rescate de la UE y el FMI a Grecia. El país se encuentra todavía en medio de una gran recesión (la economía se contrajo un 4,5% el año pasado y se espera que caiga un 3% este año), S&P acaba de volver a rebajar la calificación de la deuda, y hay un gran nivel de contestación social por las medidas impuestas que han supuesto una contracción fiscal casi sin precedentes (el déficit se redujo del 15,4% al 10,5% en solo un año). La segunda huelga general de este año (y la enésima desde que el país anunciase los primeros ajustes), que ha sido motivada por las nuevas medidas de ajuste anunciadas hace unas semanas por el Gobierno y el plan de privatizaciones, terminó hace unos días en nuevos disturbios y heridos graves.
Esta huelga ha tenido lugar durante una vista de representantes del Banco Central Europeo, la UE y el FMI que han analizado si Grecia está cumpliendo con las condiciones de ajuste y reformas impuestas por el paquete de rescate, y en su caso decidir concretar las medidas que tendría que tomar. Todo ello en un ambiente de gran expectación e incertidumbre causadas por los rumores de que el país tendrá que recurrir a un nuevo paquete de ayuda externa, o reestructurar su deuda ante la dificultad de hacer frente a sus obligaciones crediticias.
En el seno de la UE ya hay importantes disputas sobre la conveniencia de dar a Grecia otra oportunidad o permitir que caiga el país. Alemania acaba de fijar una línea dura y ya ha anunciado que cualquier nuevo desembolso del paquete de ayuda está condicionado al cumplimiento de las condiciones impuestas, y han negado cualquier posibilidad de reestructurar la deuda (el FMI también acaba de insistir que no es necesario). Esta última opción es considerada como la menos deseable por su complejidad, el riesgo de contagio a otros países de la eurozona, así como por las más que probables consecuencias devastadoras sobre la economía griega y su sistema bancario.
Al mismo tiempo sigue habiendo grandes dudas sobre la capacidad y la voluntad del Gobierno del primer ministro Papandreu de acometer las reformas necesarias para modernizar la esclerótica y anquilosada economía griega. Resulta paradójico que el Gobierno, que tiene una mayoría parlamentaria suficiente y una presión externa sin precedentes, se siga resistiendo a adoptar las medidas acordadas ante el temor a los sindicatos públicos (por ejemplo, el Ejecutivo ha anunciado que mantendría un 51% del control de la operadora eléctrica ante la amenaza de huelga de su sindicato).
La UE, a través del comisario de Asuntos Económicos, Olli Rehn, ha definido el momento actual como una prueba de credibilidad y ha reclamado que Grecia deje de lado disputas domésticas y acelere las reformas estructurales pendientes y el plan de privatizaciones.
Grecia tiene una importante cartera de activos públicos, incluidos los ferrocarriles, las empresas de electricidad públicas, las concesiones de aeropuertos y puertos, terrenos públicos, y otras que, al venderlas, podrían recaudar hasta un total de 50.000 millones de euros o el equivalente de un 20% del PIB en nuevos fondos para el año 2015, y por consiguiente ayudar a reducir su elevado déficit.
La gran pregunta sigue siendo qué hacer si el plan de ajuste no produce los resultados esperados. Hasta el momento, la situación se ha planteado como un problema de falta de liquidez que se debe a las disfuncionalidades de los mercados que se resisten a proporcionar capital al país, y no como un problema de insolvencia. Muchos nos preguntamos si este planteamiento resulta acertado y realista.
Pero si los líderes europeos quieren seguir manteniendo esta ficción con el fin evitar el probable caos de una reestructuración de deuda soberana, y de posponer un desenlace que muchos consideramos como inevitable, lo tienen que aceptar hasta sus últimas consecuencias: deben de estar dispuestos a seguir siendo los prestamistas de último resorte y asumir la deuda del país si los mercados se siguen resistiendo a prestarles dinero. Si es así, deben de ser extremadamente firmes exigiendo a Grecia que cumpla su parte del acuerdo para garantizar su solvencia, y dejando claro que permitirán la caída del país si no lo hacen. Los votantes y contribuyentes europeos no merecen menos.
Sebastián Royo. Catedrático de Ciencia Política en la Universidad de Suffolk en Boston, EE UU