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Tribuna
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Hacer de notario

Uno de los ángulos más eficaces para valorar una realidad jurídica consiste en examinar su reflejo en el arte; comúnmente derivada de cómo interpreta el artista la percepción más común entre su público. En este sentido, resulta instructivo el papel que la ficción norteamericana suele asignar a los agentes estatales. Más allá del pronto expeditivo, por lo visto socialmente aceptado, que caracteriza a ciertos cuerpos de investigación, a los europeos suele chocarnos el efecto, mezcla de zozobra y de sumisión igualmente instintivas, que produce en los personajes la mera alegación de actuar para la Administración en cualquiera de sus ramas; habitualmente acompañada de la exhibición airosa -que aquí estimaríamos chulesca- de alguna credencial o placa.

A partir de aquí se entiende que la supervisión de un agente estatal en los menesteres del Derecho Privado haya sido vista con recelo durante la mayor parte de la Historia estadounidense. Excede de este examen ahondar en las razones del fenómeno, probablemente entroncado con las raíces más hondas del país -la sombra alargada de los sombreros, ya largos de por sí, de los puritanos del Mayflower, la confianza absoluta en la providencia, que delega en las fuerzas del mercado-.

Lo que resulta indudable es que en la situación presente esta posición vital nos ha repercutido a todos: la ausencia de tal supervisión, durante el largo periodo de vacaciones que por lo visto se tomaron dichas fuerzas providentes, propició el socavón repentino de la presente crisis, adaptado después en cada país según sus particularidades.

Según estamos comprobando, las españolas eran profundas y preocupantes. Sin embargo, fuera de apriorismos hay que reconocer que en lo relativo a nuestras relaciones de Derecho Privado un determinado modelo de supervisión estatal ha pasado la prueba. Las titulaciones falsas, las suplantaciones de personalidad, la discordancia entre lo firmado y lo que la otra parte ha explicado que se firmaba, son gravísimas anomalías que pueden infiltrarse en cualquier sistema. Sin embargo, en el nuestro siguen representando un porcentaje infinitesimal, omisible a efectos estadísticos, sin que ello implique menospreciar en modo alguno el drama de quienes las padecen. En el sistema americano, en cambio y como diría la Biblia, su nombre ha resultado ser legión. Conviene recordar que la situación de su mercado hipotecario, puesto como modelo hasta fechas recientes, impuso para AIG, la principal empresa de seguro de títulos -para entendernos, el equivalente al Notariado en versión americana, rigurosamente privada-, uno de los rescates más tempranos y onerosos a cargo de la Reserva Federal, destinado a evitar el colapso total del sistema.

Es evidente que estas cosas no han pasado en España. Al contrario, la garantía de la titulación no ha menguado con la crisis. Algo debe tener que ver un determinado modelo de agente estatal, el notario, tan presente en nuestra conciencia social que las manifestaciones principales de la seguridad que inspira -nótese que ante él se pagan los precios de los pisos, sin que en la mayoría de los casos el comprador se lleve siquiera un justificante, o la elevación a frase hecha de la expresión hacer de notario como sinónimo de veracidad- resultan tan cotidianas que apenas si reparamos en ellas.

No es la confianza que transmite un buen operador privado. Nuestra sociedad percibe que en el momento de la firma el Estado se halla presente, a través de un servidor fiable, en pro de sus derechos particulares, tal vez ante un contratante más poderoso. La materia va a ser objeto de estudio especial hoy lunes, 7 de marzo en Sevilla, dentro del examen del papel de la autonomía de la voluntad en un sistema jurídico. Quizá valga la pena insistir sobre las conclusiones.

Joaquín Borrell. Moderador de la mesa redonda Función notarial y poder público en el XI Congreso Notarial Español (Sevilla, 6-8 de marzo)

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