El desprestigio de las cajas de ahorros
A lo largo de los últimos dos años, las cajas de ahorros han sufrido uno de los mayores procesos de desprestigio de la historia de las instituciones económicas. Con el agravante de que nunca hasta ahora los problemas de unas cuantas entidades habían provocado una descalificación colectiva de la magnitud que ha sufrido este sector. Sin distinciones y con muy pocas matizaciones, muchas autoridades, políticos, empresarios y periodistas las han acusado de politización absoluta, irresponsabilidad, falta de profesionalidad y egoísmos personales.
Parece que la elevada cuota de mercado alcanzada durante las últimas décadas, la dinamización de las economías provinciales y la labor tractora de su obra social -en competencia con algunos de los mejores bancos del mundo- habría sido el producto exclusivo del aumento de la demanda interna y del crecimiento del sector inmobiliario. Ausentes ahora ambos factores, las cajas de ahorros no serían ahora viables y deben ser tuteladas estrechamente. Ese maniqueo e insistente desprestigio ha conseguido calar en la clientela, en la ciudadanía en general, e incluso en los medios de comunicación extranjeros.
A la hora de analizar este fenómeno se me ocurren varias explicaciones. Una es la suspicacia -cuando no el desdén- que demuestra buena parte del establishment financiero de las grandes capitales hacia unas instituciones arraigadas en las provincias, dominadas por unos administradores y directivos que no han compartido con ellos aulas, trabajos y veraneos. La gran mayoría de los cajeros no son conocidos (de ellos), por lo que no cuentan con las simpatías y apoyos que sí tienen otros directivos amigos suyos; que aunque tampoco han acertado a la hora de prever la gran hecatombe financiera, sí les merecen mayor indulgencia a los miembros de la intelligentsia de Madrid o Barcelona.
Pero conviene que el lector sepa que los graves errores estratégicos cometidos por las cajas fueron aconsejados o aprobados por asesores venidos ex profeso de las capitales. Profesionales que ahora se están volviendo a forrar arreglando lo que ellos mismos aconsejaron: apertura de sucursales fuera del territorio propio, entrada mal planteada en nuevos negocios, y sobreexposición a la promoción inmobiliaria. En una cena veraniega, un responsable de una caja me comentó la ira que le suscita cada vez que ve en televisión a uno de esos asesores pontificando sobre lo que se debe de hacer; también me explicó su sentimiento de culpa por haberle hecho caso y saberse corresponsable de la pérdida de la única institución financiera de su provincia. Ya muy caliente, me confesó la vergüenza que le va a dar pasearse por su ciudad los próximos meses y recibir las miradas desaprobadoras de sus paisanos.
Otra explicación es la frivolidad con la que muchos tertulianos y cargos públicos vienen opinando sobre nuestra grave crisis financiera y sus causas. Hay demasiada gente que se cree en condiciones de opinar sobre un tema complejo técnicamente, pero que en realidad sólo tiene vagas nociones, y habla de las cajas como de la meteorología o la bioética: frívolamente. La diferencia es que las denigraciones sobre entidades financieras tienen graves consecuencias reales en las decisiones de los clientes y de los poderes públicos que las tutelan.
Dado que el pánico ya está remitiendo y que empieza a haber números más representativos acerca de la salud de cada entidad, invito a los numerosos opinadores a revisar sus dictámenes. No todas están mal, ser una entidad de provincias no implica ser incompetente, hay entidades muy pequeñas entre las más sólidas, algunas de las SIP han sido ensambladas precipitadamente y van a tener problemas, y -finalmente- se debe de tener mucho más cuidado a la hora de denigrar a un sector tan estratégico para nuestro país. La descalificación frívola lo que realmente retrata es a quien la emite; lástima que no sean ellos quienes vayan a pagar las consecuencias, sino los trabajadores y las poblaciones afectadas.
Ignacio Suárez-Zuloaga. Director de CLIdea Investigación