El ejemplo de Cannas
El 2 de agosto del año 216 a. de C. se encontraban frente a frente dos poderosos ejércitos. Uno, el de los cartagineses, liderado por Aníbal Barca. Otro, romano, al mando de Cayo Terencio Varrón y Lucio Emilio Paulo. Desde hacía algunos años, el general púnico recorría la península Itálica sin que nadie le pusiese freno. La Urbe, harta ya de aquellos desmanes, decidió enviar a los profesionales supuestamente más preparados para hacerle frente. Temerosos los senadores de que uno solo pudiese envanecerse al frente de tantas legiones, instauraron un sistema de jefatura que puede ser sublime o letal, en función de cómo se emplee: el gobierno colegial.
Cada día, uno de los dos, Varrón y Paulo, debía tomar las decisiones, asesorado, en la medida en que lo considerase conveniente, por el otro. Casi 87.000 romanos tomaron posiciones cerca de la ciudad de Cannas, en la región de Apulia. El ala derecha quedó desplegada junto al río Aufidus. La caballería se situó en los flancos, mientras que la infantería pesada quedó posicionada en el centro, formada con profundidad. Frente a ellos, las fuerzas cartaginesas apenas sumaban 40.000 hombres de infantería pesada, 6.000 de infantería ligera y menos de 8.000 de caballería. Cualquiera habría considerado una batalla previamente perdida para los púnicos. Sin embargo, las cosas no sucedieron así.
Entre los múltiples análisis que pueden realizarse sobre este importantísimo evento, deseo centrarme en uno: la ausencia de autocrítica por parte de Cayo Terencio Varrón le llevó a empeñar una batalla para la que no tenía suficiente preparación. Y eso, a pesar de que -por lo que sabemos a través de los historiadores de la época- Lucio Emilio Paulo no dejó de advertirle, hasta pocos momentos antes, de lo absurdo de la actitud que estaba adoptando.
En ocasiones, los directivos, cuando han acertado en algunas decisiones, consideran, como en la canción, que su palabra es la ley. La prepotencia, tanto la personal como la organizativa, conduce al desastre. Aprender de los demás, de las circunstancias, de la evolución de las coordenadas, resulta esencial para soslayar dislates. Entre las chanzas que se narraban en la época del comunismo soviético se encuentra la convocatoria de un dirigente con la terrible amenaza: "Venga usted, que voy a hacer la autocrítica".
La espeluznante derrota de Cannas, que supuso la pérdida de unos 70.000 legionarios y no menos de 80 senadores romanos, es una buena demostración de la necesidad de contar con buenos dirigentes. ¡Cómo mudarían las cosas años después en la batalla de Zama, tal como he narrado en estas mismas páginas hace algunas semanas! Lo único que cambió fue el directivo: Publio Cornelio Escipión sí fue un permanente ejemplo de aprendizaje. Y para que ese proceso tenga lugar, resulta imprescindible reconocer los errores.
Desafortunadamente, el directivo patán (en este caso Varrón) no es quien paga las consecuencias de sus yerros. Fue Lucio Emilio Paulo quien murió en la batalla. Cuántas veces son subordinados en nada culpables quienes acaban por abonar la cuenta de dirigentes que se creían mesías y que no pasaban de medianías irregularmente ascendidas. Esto no sólo sucede a título individual. En ocasiones, la vulgaridad se torna corporativa. Protegidos por una buena marca, que en el pasado fue construida por otros, no es infrecuente que, perdida el alma de la organización, los vulgares traten de simular grandeza. Olvidan algunos que el parapeto de una marca renombrada sólo resiste el primer asalto. Una vez conocido en detalle el trabajo personal o corporativo, cada uno podrá formarse idea de qué es lo que había en realidad: demasiadas veces, personajes desnudos rodeados por cohortes de aduladores.
La aplicación de sistemas de feed back 360 grados que sean sinceros, también porque se realicen de forma anónima, no es un capricho de algunas multinacionales sobradas de medios y de tiempo. Todo el mundo, también en el ámbito público y en el político, debería realizar periódicamente un ejercicio de este tipo. Es el primer paso para comenzar el sendero de la mejora. Los fanáticos, engreídos en convencimientos mesiánicos del tipo que sean, producen temor. Algunos han conducido a colectivos, también países, a situaciones catastróficas. Ejemplos del siglo XX deberían ayudarnos a reflexionar: Stalin, Mao, Hitler? son referentes de cómo un gobernante ajeno a la realidad puede dañar irremisiblemente a quien supuestamente aseguraba servir.
Roma se levantó del bache al que le llevó un directivo jactancioso. Ojalá los directivos actuales y futuros, reflexionando sobre la torpeza de Cayo Terencio Varrón, aprendan a contrastar más y mejor sus percepciones de la realidad. Sólo así se evita caer en una crisis, y de esa forma sale un colectivo de un difícil brete, como los que ahora abundan.
Javier Fernández Aguado. Socio director de Mind Value