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La opinión del experto

El atontamiento de la dirección

Javier Fernández Aguado recurre a dos figuras históricas, Napoleón y Hitler, para demostrar cómo algunos ejecutivos sufren una transformación negativa cuando llegan a la cima de la empresa.

La mayor parte de los directivos que comienzan su carrera profesional tras terminar el preceptivo programa de formación, ya sea un máster o un programa de desarrollo directivo de cualquier tipo, manifiestan, entre otras capacidades, la del esfuerzo, cierta inteligencia práctica y ambición por llegar a más. Con el paso del tiempo, algunos van quedándose por el camino en puestos de mayor o menor relevancia. Quienes consideran que llegaron donde debían se sienten satisfechos de lo conseguido. Otros, por el contrario, caerán en la profunda amargura de considerar que el mundo, en la forma de algún superior que obstaculizó su trayectoria, es cruel.

En la carrera hacia los puestos de mayor relumbrón prosiguen unos cuantos. Algunos, valiosos. Otros ascienden a base de no pesar (que suele ser acompañado de no pensar). Unos y otros permanecen en el tesón de la subida. A veces es difícil diferenciar a los sólidos de los frívolos, pero el tiempo pone a cada uno en su sitio. Al alcanzar la aspirada cumbre, y es la cuestión que quería mencionar, algunos mantienen la cordura, porque son conscientes de que llegaron a tales cimas con brío, pero también con el apoyo de otras personas que les facilitaron de algún modo el sendero. Se da, sin embargo, también el caso de quien pierde el sentido común, y se cree por encima de todos y de todo. Esto ha venido a llamarse en ocasiones el mal de Moncloa (o de la Casa Blanca, o de la Rosada): cada país y cada tiempo describe lo mismo con diversa terminología. El mayor peligro consecuencia de dilapidar la prudencia es que ya el gobernante no acertará por causalidad, sino meramente por casualidad.

Muchos son los dirigentes que han padecido lo que he denominado el Atontamiento General Progresivo de la Dirección General (AGP-DG). Quisiera traer hoy a colación el ejemplo de dos personajes que llegaron al máximo puesto en sus organizaciones padeciendo, con distancia de un siglo, el mismo mal.

La gran ventaja de estas dos personas es que confesaron sin ambages su megalomanía, sinceridad que no todos los directivos están dispuestos a repetir. Contemplado con distancia, el AGP-DG produce hilaridad, pero cuando se padece bajo la férula de los enfermos de ese mal, es grande el dolor. Veámoslo en Napoleón. Escribió el militar corso: 'Nadie ha concebido nada grande en nuestro siglo, ha recaído sobre mí el hacerlo'. Cuando alguien padece esta enfermedad, se pone enseguida de manifiesto otra patología: el desprecio de quien no acepta sus dictados. Así, el emperador derrotado se permitía escribir de quien supo detener sus pasos: 'Wellington no tiene ningún talento especial, no es creativo; la diosa fortuna ha hecho más por él que él mismo. Sus victorias, sus resultados, su influencia quedarán grabadas en la historia, pero su reputación se derrumbará antes de su muerte'.

Cuando alguien juzga de ese modo la realidad, los errores de bulto se suceden no sólo en lo personal, sino también en lo corporativo: así, cuando el mariscal Soult, antes de la batalla de Waterloo, le previno sobre las tácticas del general británico que comandaba las tropas enemigas, Napoleón respondió airado: 'Tus derrotas ante Wellington hacen que le consideres un gran general. Bien, déjame decirte que yo le considero un mal general, que los ingleses son malos soldados, que ce sera l'affaire d'un déjeuner'. En otras palabras, que juzgaba que más que ir a la guerra aquello sería un paseo triunfal, una especie de merienda campestre. ¡Hasta había encargado el menú con el que deseaba celebrar su victoria aquella noche: pata de cordero!

El caso de Adolf Hitler no es diferente. Aseguró en Nuremberg el cabo austriaco (como le llamaban en privado muchos generales de carrera), en uno de aquellos discursos tan minuciosamente ensayados: 'Es un milagro de nuestro tiempo que me hayáis encontrado entre millones y millones de hombres. Y que yo os haya encontrado es la felicidad de Alemania'. Escribió Speer, sobre la falta de contacto de Hitler con la realidad, sobre todo en los momentos más difíciles de la guerra: 'Unas cuantas visitas al frente le podían haber mostrado a él y a su personal fundamentales errores que estaban costando tanta sangre. Sin embargo, Hitler y sus asesores militares pensaron que podían dirigir el Ejército desde sus mapas. No sabían nada del invierno ruso y del estado de las carreteras. Movía sobre el mapa divisiones desgastadas en anteriores combates y a las que ahora les faltaban armas y municiones'.

Aquel comportamiento alejado de la realidad, de la gente, del sentido común, y la falta de atención a estrategias y a tácticas eficaces permitieron que en la Unión Soviética pudiera ironizarse en 1944: 'El invierno ruso fue una sorpresa para los turistas prusianos'. Sobre su principal ayudante en aquellos años, el general Keitel, se empleaba más bien un apodo: LaKeitel (de lakeite: el lacayo).

Algunos pensarán que estos comportamientos están lejanos en el tiempo. Pues bien, en ocasiones se descubren exactamente los mismos tics hasta en organizaciones de servicios.

Socio director de MindValue

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