¿Ludopatía popular?
Capitalismo para todos. La Bolsa entró en los hogares españoles a finales de los noventa con el boom de las privatizaciones. Ahora, las autoridades se preocupan más de los pequeños inversores y las familias demandan más y mejor información al mantener elevados intereses en la renta variable
Existe o sólo es un mito? A priori, el adjetivo popular no encaja muy bien con el concepto capitalismo, pero es un hecho que la Bolsa se ha convertido durante los últimos años en una hucha en la que los ciudadanos depositan una parte importante de sus ahorros. De hecho, casi una de cada cuatro acciones cotizadas, el 23,8%, estaba en manos de las familias españolas a finales de 2006, los últimos datos publicados por BME.
Una proporción elevada, pese a que ha ido reduciéndose respecto al 35% que alcanzó en 1998, año en que puede fecharse el final del largo proceso de privatizaciones de empresas estatales y que tuvo como primer gran hito la ampliación de capital llevada a cabo por Telefónica en 1967. Gracias a la campaña publicitaria ideada con la misión de atraer a los pequeños inversores, sus acciones ganaron desde entonces el sobrenombre de matildes. Aunque irradiaban poder, distinción y prestigio, pues no todo el mundo podía ser accionista en aquellos tiempos, también dieron el pistoletazo de salida a la popularización de la inversión en renta variable. El conocido como papel de viuda, la deuda pública, perdía brillo frente a las matildes.
Después, en los años 80 y 90 llegaron las primeras privatizaciones de gran tamaño. España emulaba así el proceso iniciado en Reino Unido de la mano de Margaret Thatcher, la dama de hierro, que, tras su llegada al poder en 1979, comenzó una cruzada de privatizaciones de servicios hasta el momento bajo la tutela estatal, como las telecomunicaciones, la electricidad, el gas o las líneas aéreas... Su objetivo primordial, como ella misma aseguraba, era involucrar a las masas en la vida económica de la nación. La esencia ideológica de esta política radicaba en entregar el poder económico, o al menos una parte importante de éste, al pueblo.
Si se alcanzara dicha meta, la felicidad económica de cada ciudadano no dependería exclusivamente de sus ingresos personales o su herencia familiar, sino también de los éxitos o los fracasos de las grandes empresas del país, de las que se había convertido en flamante propietario. Y es que ser accionista estaba al alcance de la mano de cualquier persona con unos mínimos ahorros, tal y como habían repetido las campañas promocionales de las Ofertas Públicas de Venta (OPV) de Endesa, Argentaria, Tabacalera o la propia Telefónica.
Lo cierto es que la llamada de las autoridades y la buena racha bursátil vivida entre 1996 y 1999, periodo en el que el Ibex se disparó un 221%, hicieron su efecto, de forma que en 2000 había más de ocho millones de familias españolas con algún tipo de interés en la renta variable. No sólo a través de la inversión directa en la Bolsa, sino también a través de los fondos de inversión, que en ese año contaban con activos bajo gestión valorados en más de 182.000 millones de euros, y de los fondos de pensiones, que contaban con cerca de 38.000 millones. Había sido necesario, eso sí, emprender un largo proceso de reformas para que terminara de cristalizar el modelo del capitalismo popular en España.
La Ley del Mercado de Valores, aprobada en julio de 1988, fue crucial. Se puso el punto final a la tradición de los agentes de Cambio y Bolsa, los funcionarios públicos que hacían las veces de intermediarios autorizados en los mercados de valores. Fueron sustituidos por unas entidades privadas, las sociedades y agencias de valores, y además se creó la Comisión Nacional del Mercado de Valores (CNMV), a la que se encomendó la misión de velar por la transparencia de los mercados y, sobre todo, proteger a los pequeños accionistas. No siempre se ha conseguido este último objetivo, pero, en los últimos tiempos, continúan dándose pasos para mejorar el funcionamiento del mercado.
La propia CNMV será sustituida por un nuevo organismo con más poderes y capacidades, la Comisión Nacional de Servicios Financieros, que mirará de igual a igual al Banco de España. Además, el año pasado entraron en funcionamiento dos novedades legislativas con la misión de poner orden en las relaciones financieras y los mercados bursátiles. Por un lado, la nueva ley de opas, que entró en vigor en agosto de 2007, impide que los acuerdos entre los grandes inversores dejen de lado a los más pequeños, entre otras muchas funciones. Por otro, la directiva de mercados e instrumentos financieros se (Mifid), la clave de bóveda del Plan de Acción Financiera de la Unión Europea, tiene ya plenos efectos y poco a poco va cumpliendo con el objetivo de homogeneizar los mercados de valores, fomentar la competencia y reforzar la protección del pequeño inversor.
Una de las claves de Mifid radica en que los inversores contraten los productos más adecuados a su perfil de riesgo. En teoría, la venta de productos financieros a granel ha finalizado. Se acabó colocar fondos de inversión, depósitos estructurados o bonos convertibles a los clientes en función de las necesidades y los intereses de turno de las entidades financieras. Con todo, las necesidades de formación y de información del pequeño inversor se han disparado en los últimos años. Son las únicas armas con las que puede enfrentarse a los peligros de los mercados bursátiles y la creciente complejidad del mundo financiero. Así, cualquier iniciativa que busque mejorar la cultura financiera de los ciudadanos debe ser bienvenida, como la que el Banco de España y la CNMV pusieron en marcha el pasado mes de mayo. Con más conocimiento, menos posibilidades de resultar engañados. Aunque la experiencia, por supuesto, también es un grado.
Tras la corrección de los mercados por el estallido de la burbuja.com, los particulares le vieron las orejas al lobo. Muchos aprendieron de una vez y para siempre que no siempre se gana en Bolsa, que no es lo mismo invertir que especular y que sus votos en las juntas de accionistas sirven para bastante poco... Comprar y vender acciones con el objetivo de ganar dinero a corto plazo puede llegar a convertirse en un pasatiempo -con la peculiaridad de que es posible perder dinero con él-, pero, en todo caso, no debe confundirse capitalismo popular con ludopatía popular.
Los momentos de euforia de la última onda alcista de las Bolsas, iniciada a finales de 2002, han dado paso, como ya ocurrió en el crac tecnológico, al pánico más intenso. Los inversores, especialmente los más pequeños, huyen de los activos financieros donde atisban el más mínimo riesgo para refugiarse en los clásicos depósitos bancarios. En medio de esta coyuntura, el concepto de capitalismo popular se presenta como idealizado y alejado de la realidad, y surge la pregunta de si realmente es deseable -o siquiera posible- que todos los ciudadanos se conviertan en accionistas.