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Columna
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Jugando con pólvora

El pasado día 31 de octubre el tribunal que juzgaba a los inculpados por el atentado del 11-M hizo pública su sentencia, que ha sido acogida de muy diversas maneras pues su lectura estuvo rodeada de una expectación un tanto sospechosa, en el sentido que hasta el más lerdo suponía que, una vez conocida, no pocos iban a intentar descifrarla no tanto en su favor como en contra de alguien.

Las sospechas se fundamentaban y reforzaban porque todo el mundo parecía haber olvidado una verdad de Perogrullo; a saber, que puesto que los jueces están obligados a manejar únicamente las pruebas, testimonios e interrogatorios incluidos en el sumario incoado, además de lo que puedan deducir de lo sucedido durante las vistas, no debe descartarse nunca que lo que judicialmente se considere la verdad no coincida con los verdaderos hechos, o coincida sólo en parte. Y es por eso, justamente, que nadie debería rasgarse las vestiduras si los ciudadanos, respetando lo dicho en una sentencia, no están de acuerdo con ella.

En el caso de la del juicio del 11-M debo decir, pecando de inmodestia, que estoy en gran medida de acuerdo con lo que en ella se ha decidido, añadiendo que me ha producido un gran respeto la actuación enérgica y eficaz del tribunal y en especial de su presidente.

Como es sabido, tanto el presidente del Gobierno como el jefe de la oposición nos obsequiaron a las pocas horas de hacerse pública aquélla con una declaraciones televisadas que bien podían haberse ahorrado por lo innecesarias, mediocres y faltas de sentido de Estado. Y no fue eso lo peor sino que a las pocas horas algunos de sus lugartenientes se enzarzaron en manifestaciones de una zafiedad ética y una grosería intelectual sonrojante, pues fuese cual fuese la utilidad partidista que la sentencia les pudiese conceder, su obligación como hombres públicos debería consistir en ocuparse de algunos de los problemas generales -inminente crisis económica, deterioradas relaciones internacionales, descomposición de la estructura territorial, reforzamiento contra el terrorismo de cualquier género, degradación de nuestro sistema educativo, por mencionar algunos- que, por decenas, cada día sumergen a nuestro país en una pobreza de la cual no parece fácil salir en el futuro inmediato.

Pero de las esplendorosas omisiones que estos días he percibido hay una que me preocupa sobremanera pues subraya la ausencia de norte en que viven tanto la llamada clase política como la propia sociedad española. Me refiero a que el proceso y la sentencia demuestran de forma palmaria, a mi entender, la indefensión de sociedades como la nuestra -en las cuales predomina el imperio de la ley y la defensa de las garantías jurídicas a todos los acusados- ante la amenaza del terrorismo, en este caso del terrorismo fundamentalista musulmán.

La sentencia es buena muestra de las lagunas que nuestras leyes muestran a la hora de defendernos contra ataques tan frontales a nuestra pervivencia como sociedades libre con sus finos distingos entre pertenencia a organización terrorista pero no intervención en los atentados -cuando había evidencias de la conexión entre ambas actividades- o la absolución de inculpados sobre los cuales había pruebas de su conocimiento y contacto con los ejecutores de la masacre. Es decir, que ni las normas ni los procedimientos -y quizás ni las personas- están adecuadamente diseñados para hacer frente a una amenaza de este calibre.

Esta angustiada reflexión conduce a otra cuestión aún más general y por tanto de solución evidentemente más difícil. Me estoy refiriendo a la posibilidad de integrar pacíficamente en las sociedades occidentales contemporáneas -fundamentadas en la libertad individual y el respeto a los derechos ajenos, entre los cuales la libertad de conciencia resulta esencial- a colectivos cuya pertenencia a grupos, culturas o religiones que no reconocen tales derechos les hace reaccionar violentamente contra las sociedades que no sólo les acogen sino que les otorgan desde el principio las libertades y derechos que en algún caso utilizan para atentar contra ellas.

Mi temor y las quejas que nacen del mismo se refieren a que nuestras sociedades parecen incapaces -aturdidas como están en visiones ingenuas sobre el multicultarismo, el pasado colonial y las injusticias globales- de discutir entre ellas y decidir cuáles son las líneas fundacionales de las mismas de que ningún colectivo -propio o foráneo- que viva instalado y disfrute de sus ventajas podrá jamás traspasar.

Raimundo Ortega

Economista

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