Igualdad a golpe de multas
Dice el tópico que somos un país de excesos. No sé si, como algunos tópicos, tiene una punta de verdad o si hay veces en que acomodamos, inconscientemente, nuestro comportamiento colectivo a lo que del mismo se espera. Pero la verdad es que, a pesar de convivir tranquilamente con retrasos sociales y culturales diversos, cuando nos ponemos, nos ponemos, y le damos lecciones de catecismo al padre Ripalda.
Entre eso y el adanismo político que hace furor últimamente se generan situaciones que pueden llevar a muchos ciudadanos, y en el caso al que quiero referirme a muchas empresas, a un verdadero infierno. Empedrado, eso sí, de buenas intenciones, pero infierno al fin y al cabo.
Algo de eso está empezando a pasar con la aplicación de la flamante Ley de Igualdad entre Mujeres y Hombres. Una norma bienintencionada que merece el apoyo social y que debe propiciar cambios importantes en nuestra sociedad puede, sin embargo, como de hecho ha empezado a ocurrir, convertirse, por una inadecuada aplicación de la misma, en fuente de problemas artificiales y de situaciones difícilmente gestionables con un mínimo de sentido común.
La confusión conceptual, el fundamentalismo de determinadas instancias públicas y el oportunismo de ciertas tácticas sindicales se conjuran para hacer de la aplicación de la Ley de Igualdad un ejercicio de irracionalidad.
Veamos qué está pasando. En muchas empresas existe, en cuanto a la estructura profesional, una situación de desigualdad. Como la hay en la carrera judicial, en la Universidad, en los aparatos políticos y en los sindicales. En todos estos casos, una creciente participación femenina por abajo coexiste con una prevalencia masculina en la cúspide de la organización. Y ello es así, como no podrá negarse, por evidentes motivos históricos, culturales y sociales. Ninguna duda existe acerca de la necesidad de corregir esas situaciones de desigualdad. Y, para ello, se prevén medidas de acción positiva y, en el caso de las empresas, sobre todo, planes de igualdad. Estos planes deben instrumentarse, y los poderes públicos, y la sociedad, deben estar vigilantes de su implantación y desarrollo.
Ahora bien, analizar la pirámide profesional de una empresa, comprobar la desigualdad de sexos en la misma y, sobre esa simple base, considerar que existe una discriminación (indirecta) por razón de sexo, que debe sancionarse administrativamente, es un despropósito. Nadie niega la subsistencia de situaciones de desigualdad. Pero nadie debe negar la dificultad de erradicarlas, por sus raíces históricas, sociales y culturales, y la necesidad, para ello, de recurrir a medidas, como las que pueden contenerse en los planes de igualdad, que hagan avanzar, removiendo obstáculos que en ocasiones están en los propios sujetos que van a resultar beneficiados, la igualdad entre los sexos y una más equilibrada y justa distribución de roles entre los mismos.
Comprobar la desigualdad, presumir que en su base existen actitudes discriminatorias, obligar a la empresa a demostrar que no es así y, caso contrario (o sea, en todo caso, porque no se admiten las justificaciones históricas, sociales y culturales) imponer una sanción administrativa vulnera los principios elementales de todo Estado de Derecho. Y eso se está produciendo.
Existen inspecciones de trabajo instigadas por tácticas sindicales basadas en utilizar los resquicios legales (el monumento a la inseguridad jurídica que constituyen algunos preceptos de la Ley de Infracciones y Sanciones del Orden Social) y las complicidades administrativas o judiciales para presionar a las empresas y tratar de obtener de ellas concesiones que por medio de la normal actividad negociadora y de presión no se obtienen. Tales inspecciones se traducen en actas que 'constatan' la desigualdad de sexos en las escalas directivas de las empresas, presumen que proviene de una discriminación, 'exigen' una explicación razonable, e imponen, ante su falta (inevitable), la pertinente sanción. Eso equivale a que se sancionara al Poder Judicial por la desigualdad existente entre los sexos en los más altos escalones judiciales, o a que se sancionara a los sindicatos por la prevalencia masculina en sus órganos de dirección, en los comités de empresa o entre los liberados sindicales.
Si la desigualdad se considera que proviene de una actitud discriminatoria de la empresa, se trataría de una discriminación directa, que al menos indiciariamente habría que acreditar, para que la empresa tuviese que demostrar que de su actuación está ausente cualquier propósito discriminatorio. Si se considera que proviene de la aplicación de reglas, criterios o prácticas formalmente neutros pero de consecuencias, en conjunto, discriminatorias, estaríamos ante una discriminación indirecta, cuya comprobación debe llevar a la exigencia de modificación de tales normas, criterios o prácticas. La falta de esta modificación es lo que, en su caso, podría sancionarse.
Pero puede existir, y así sucede en gran parte de los casos, una desigualdad no discriminatoria. Su corrección debe tener lugar por medio de acciones positivas y de planes de igualdad. No a golpe de sanciones, que ni son eficaces ni producen otro efecto que enturbiar el panorama y dificultar el trabajo, que debe ser conjunto, en pro de una mayor igualdad.
La Ley de Igualdad no puede ni debe convertirse en instrumento de espuria presión sindical apoyada en complicidades administrativas o judiciales. Es demasiado importante lo que está en juego para que permitamos este tipo de manipulaciones.
Federico Durán López. Catedrático de Derecho del Trabajo y socio de Garrigues