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Tribuna
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Discriminaciones indirectas

El autor analiza el concepto que de discriminación indirecta recoge la nueva Ley de Igualdad. En su opinión, su consideración requiere un análisis caso por caso, huyendo de las simplificaciones y de las lecturas precipitadas de los mandatos legales

La entrada en vigor, el pasado 24 de marzo, de la Ley 3/2007, de 22 de marzo, para la Igualdad Efectiva de Mujeres y Hombres, va a exigir un esfuerzo de clarificación de conceptos y de precisión del alcance de la nueva regulación, al que ya me referí en estas páginas, en términos más generales, en las fases finales de tramitación del proyecto (Cinco Días, 27 de febrero).

Una de las cuestiones más importantes, en ese sentido, es la referente al concepto de 'discriminación indirecta'. Dicho concepto ya estaba acuñado en la normativa y en la jurisprudencia comunitarias, y era conocido y aplicado por nuestros tribunales. Su inclusión expresa, sin embargo, en el artículo 6.2 de la Ley de Igualdad, que reproduce la formulación de las directivas europeas, va a potenciar, sin duda, la alegación de existencia de discriminaciones indirectas y el recurso a las mismas para combatir determinadas decisiones empresariales.

¿Qué es una discriminación indirecta? Conforme a la ley, es toda situación en que una disposición, criterio o práctica aparentemente neutros ponen a personas de un sexo en situación de desventaja con respecto a las del otro, salvo que puedan justificarse objetivamente en atención a una finalidad legítima y que los medios para alcanzar dicha finalidad sean necesarios y adecuados.

Dos consideraciones fundamentales es preciso realizar para comprender el alcance de esta definición. La primera, que la discriminación indirecta sólo puede imputarse a disposiciones, criterios o prácticas, esto es a regulaciones o actuaciones generales, de alcance general. Puede considerarse discriminación indirecta la que deriva de una disposición que contenga una regulación aparentemente neutra, pero que provoque el efecto señalado por la ley: esto es, que coloque en situación de desventaja a las personas de un sexo frente a las del otro. Y lo mismo puede decirse de un criterio establecido para determinadas actuaciones, o a falta del mismo, de una práctica habitual de actuación que provoque ese mismo resultado.

Por tanto, la discriminación indirecta no puede identificarse en una concreta decisión empresarial. æpermil;sta, si supone un tratamiento desfavorable para una persona en función de su sexo, integrará una discriminación directa. Si no, no puede considerarse discriminatoria. Si la decisión concreta está aplicando una disposición, observando un criterio o siguiendo una práctica, cuyos resultados sean los de colocar a las personas de un sexo en situación desfavorable respecto de las del otro, serán tales disposición, criterio o práctica los que integren una discriminación indirecta, que habrá que erradicar.

Esto es importante. Si una disposición comporta, en su aplicación, las consecuencias propias de la discriminación indirecta, habrá que modificarla para evitar esas consecuencias, o habrá que cambiar los criterios o erradicar las prácticas que tengan esos mismos efectos. Pero la decisión empresarial concreta de aplicación, en un determinado momento, de tales disposiciones, criterios o prácticas en vigor, no queda automáticamente contaminada ni puede ser tachada, sin más, de discriminatoria.

Por ejemplo, si en una empresa rige una normativa o se siguen unos determinados criterios de ascenso profesional cuya aplicación permite llegar a la conclusión de que están colocando en situación de desventaja a las mujeres, habrá que modificar esa normativa o corregir esos criterios y establecer, por la vía de la negociación colectiva fundamentalmente o a través de las oportunas decisiones empresariales, las adaptaciones precisas. Pero ello no implica que todos y cada uno de los ascensos que hayan tenido lugar bajo su vigencia deban considerarse automáticamente, y de por sí, discriminatorios.

Igualmente, en un contexto de desigualdad estadística, el nombramiento de un hombre no tiene por qué ser, de por sí, discriminatorio. La desigualdad estadística exige medidas de corrección (planes de igualdad, acciones positivas) pero no implica la preferencia absoluta de la mujer para todos los nombramientos que se produzcan mientras subsista la desigualdad.

En segundo lugar, no hay que olvidar que las disposiciones, criterios o prácticas pueden tener una justificación objetiva, en atención a una finalidad legítima que trate de alcanzarse con medios necesarios y adecuados. Por tanto, a diferencia de las discriminaciones directas, las indirectas pueden no ser contrarias al ordenamiento jurídico si encuentran esa justificación. Eso ha de erradicar, una vez más, los automatismos y las simplificaciones, y exige un análisis caso por caso. Los criterios de ascenso, por seguir con el ejemplo, pueden tener consecuencias más desfavorables para las personas de un sexo, pero pueden estar justificados por necesidades objetivas de la empresa y de la organización del trabajo, y pueden contener exigencias razonables y proporcionadas desde el punto de vista de los distintos intereses en juego.

Todo ello exige huir de las simplificaciones y evitar lecturas precipitadas de los mandatos legales. No se trata de sutilezas jurídicas sino de exigencias ineludibles de la seguridad jurídica y de la justicia.

Federico Durán López. Catedrático de Derecho del Trabajo y socio de Garrigues

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