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Columna
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Política industrial y política de competencia

Dice el proverbio que la virtud se encuentra en el término medio y en cuestión de modelos de economía política parece ser cierto. El modelo económico comunista fracasó porque el Estado es incapaz de articular la oferta y demanda como lo hace el libre mercado. El modelo liberal puro, representado por la escuela austriaca, jamás ha sido aplicado porque ningún Gobierno está dispuesto a renunciar a toda intervención en el mercado, y porque no contempla las externalidades generadas por la actividad económica.

Por ello, los Estados se esfuerzan en encontrar el Santo Grial: el punto de equilibrio entre el libre mercado y la intervención pública, que caracteriza la economía social de mercado. Este modelo, también conocido como modelo neoliberal, bien podría recibir el nombre de neocomunista, porque la participación del Estado en el PIB alcanza el 40%-50%. Asimismo, los Estados, sin llegar a planificar la economía, desarrollan una activa política industrial que comprende, entre otros, las ayudas públicas, las empresas públicas o semipúblicas y las concesiones u otros derechos especiales. Un elemento importante de esta política es el impulso a la creación de grandes empresas nacionales capaces de expandirse y competir globalmente.

Sin embargo, en Europa, el fomento de los llamados campeones nacionales esta colisionando con otra política pública de ámbito comunitario y nacional: la defensa de la competencia. En la UE, la Comisión Europea no tiene competencias en materia de política industrial, por eso ha primado el área en la que tiene una competencia decisiva: la política de competencia y, en particular, el control de fusiones. Esto contrasta con el papel industrialista de la Comisión en la Comunidad Económica del Carbón y el Acero (CECA), un sector planificado de manera análoga al modelo comunista desde 1952 al 2002. También llama la atención, la utilización por la UE de instrumentos comerciales como las tasas antidumping y antisubsidios para proteger a la industria europea aun a costa del consumidor. En suma, la primacía de la política de competencia tiene su origen en la ausencia de una política industrial europea.

Por otra parte, esta justificación desaparece en el ámbito nacional. Por ello, no sorprende que los miembros de la OPEP hayan creado un cartel de países productores de petróleo, que los países productores de gas estén considerando hacer lo mismo, que Rusia haya nacionalizado prácticamente su producción de gas y petróleo a través de la empresa pública Gazprom, o que el Gobierno alemán alegase motivos de interés nacional para levantar el veto de la autoridad alemana de competencia a la fusión que dio lugar al gigante energético Eon. No faltan los críticos que acusan, no sin razón, a la política industrial de generar en muchos casos una asignación ineficiente de recursos y a los Estados de rasgarse las vestiduras sólo cuando sus empresas resultan perjudicadas por las políticas industriales de otros Estados. Pero las credenciales de la política de competencia tampoco son mucho más favorables. En sus 50 años de vigencia en Europa, su aplicación a los acuerdos verticales y horizontales ha ido reculando y sólo ha aumentado en relación a los cárteles. En materia de fusiones, los tribunales europeos también han frenado los impulsos intervencionistas de la Comisión Europea y las prohibiciones son ya anecdóticas. En este contexto proponemos una solución para lograr la cuadratura del circulo: la coexistencia de la política industrial y la política de competencia.

En ausencia de una política industrial europea, los Estados deberían tener libertad para desarrollar la política industrial que estimen pertinente, incluyendo la promoción de campeones nacionales. Asimismo, podrían primar la política industrial sobre la política de competencia. Por ejemplo, podrían suprimir el control de fusiones (solución recomendable incluso en el ámbito comunitario) o prever una cláusula que permita primar el interés nacional o industrial sobre las resoluciones de la autoridad de competencia. Al fin y al cabo, siempre cabría la posibilidad de actuar a posteriori, incluso mediante medidas estructurales, contra los abusos de empresas dominantes.

Los Estados de la UE deben respetar las normas del mercado interior, que prohiben discriminar a las empresas de otros miembros. Asimismo, en un mercado interior como el europeo, no debería existir ninguna supervisión nacional de las fusiones transfronterizas, para evitar la utilización de los organismos supervisores como freno a la compra de empresas nacionales por extranjeras.

En suma, es posible que la búsqueda del equilibrio perfecto entre libre mercado e intervención pública no acabe nunca, pero esta propuesta permitiría avanzar en dicha empresa.

Javier Berasategi. Vicepresidente del Tribunal Vasco de Defensa de la Competencia

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