La dimensión del mercado frente a la competencia
El número creciente de operaciones corporativas que tienen como protagonistas a compañías con sedes en distintos países, y la creación de grupos empresariales cada vez más grandes y con ramificaciones transnacionales, han vuelto a poner sobre la mesa la necesidad de analizar la realidad y las limitaciones tanto de las legislaciones nacionales en materia de competencia como de los reguladores encargados de aplicarlas. Y de estudiar el porqué de las diferencias que surgen, periódicamente, entre su actuación y la de las autoridades de competencia en instituciones supranacionales, como la Comisión Europea.
La creación de corporaciones industriales como Arcelor Mittal, con presencia en 27 países de cuatro continentes, o la pugna por hacerse con el control de Endesa, con actores españoles, alemanes e italianos, un papel activo de los Gobiernos y un enfrentamiento, más o menos abierto, entre España y Bruselas abocado a los tribunales, son sólo dos de los ejemplos más recientes de este debate. ¿Quién debe controlar a estos gigantes empresariales y sus movimientos? ¿Hasta qué punto tiene sentido una legislación de tipo nacional ante operaciones con una dimensión que desborda fronteras? Y, sobre todo, ¿son inevitables las tensiones que surgen entre los organismos nacionales y los comunitarios en este ámbito?
La realidad es que, a nivel mundial, al menos 80 países cuentan con sistemas de control de concentraciones propios, lo que convierte las operaciones corporativas transnacionales en procedimientos cada vez más complejos.
La diversidad de sistemas nacionales de control de concentraciones dificulta las operaciones corporativas
Al final, el Derecho de la Competencia se ajusta a la visión política de la economía que se quiera promover
En la actualidad, en España el Parlamento está a punto de aprobar la nueva Ley de Defensa de la Competencia, que introduce cambios sustanciales en el modelo actual, con la creación de una Comisión Nacional de la Competencia (CNC), que integrará al actual Servicio (dependiente del Ministerio de Economía) y al Tribunal, en un sistema que nos aproxima al modelo alemán del Bundeskartellamt y que, en principio, permitirá ganar en independencia, eficiencia y agilidad a la hora de tomar decisiones sobre el adecuado funcionamiento de los mercados.
Además, la norma limita el poder del Gobierno allí donde es la máxima autoridad en materia de Derecho de la Competencia: el control de las concentraciones. Ahora, la instancia final será la CNC, el Ejecutivo no podrá prohibir operaciones de este tipo y sólo tendrá capacidad para levantar el veto a alguna operación o modificar las condiciones impuestas por razones de interés general.
Unas reformas que, en teoría, deberían evitar suspicacias de intervencionismo político y reducir las posibles fricciones con las autoridades comunitarias, toda vez que lo que es la legislación nacional, en lo sustantivo, refleja las directivas europeas.
En Europa, la potestad en estos ámbitos corresponde a la Comisaría de Competencia (actualmente en manos de Neelie Kroes), que revisa sólo las operaciones que afectan a más de un Estado miembro o de empresas que facturan más de dos tercios fuera de sus fronteras. Unos criterios sobre los que también se ha abierto discusión.
Porque, frente a los que entienden que la regla de los dos tercios (también conocida como la cláusula alemana) es un simple criterio de reparto de trabajo entre las autoridades nacionales y comunitarias para salvar la falta de medios y capacidad de Bruselas para estudiar operaciones demasiado locales, está surgiendo una corriente de opinión que entiende que, precisamente, determinadas concentraciones de carácter nacional son las que, a la postre, pueden perjudicar la integración europea de los mercados, al fomentar la creación de campeones nacionales que no dejan espacio a empresas del exterior, y que, por tanto, deberían pasar por la criba de la Comisión Europea. Fue justo esta cláusula la que invocó Gas Natural para que su oferta sobre Endesa no pasara por los despachos de Bruselas.
En sentido contrario, hay operaciones que son competencia europea, al afectar a varios países, y que, sin embargo, los Gobiernos reclaman para revisarlas por su cuenta, como sucedió en España con la fusión de las plataformas digitales.
Las diferencias de criterios y competencias a la hora de analizar las operaciones corporativas también son trasladables a un nivel superior, cuando se ponen en juego intereses empresariales europeos y estadounidenses. Un claro ejemplo de esto fueron las reticencias de Bruselas a la fusión de los constructores aeronáuticos Boeing y McDonnell Douglas o el veto a la unión entre General Electric y Honeywell impulsada desde EE UU.
Ante estas situaciones, la tendencia lógica es la de tratar de armonizar los diferentes puntos de vista en materia de competencia (nacionales y comunitarios, entre el sistema de Europa y el de EE UU) con la propuesta de instancias de control supranacionales y supracontinentales. Una idea rechazada por muchos juristas que entienden que la defensa de la competencia exige que los centros de toma de decisión estén repartidos y disputen entre sí. El rechazo también surge de los Gobiernos nacionales, como se ha demostrado en el poco éxito de la Comisión Europea a la hora de intentar crear reguladores comunitarios para determinados sectores, como el de las telecomunicaciones.
A pesar de ello, ya están en marcha algunas iniciativas en este sentido que pueden ser muy útiles a medio plazo, como la International Competition Network, una organización paragubernamental en la que los organismos de defensa de la competencia de distintos países tratan de coordinar sus respuestas, cerrar acuerdos de colaboración e intercambiar experiencias.
De cualquier modo, la conclusión a todo este debate sobre la instancia que debe controlar las distintas operaciones empresariales y los criterios a seguir en cada caso debe ser abierta. No hay respuestas definitivas y cerradas, ni se puede afirmar categóricamente que son mejores las decisiones de competencia nacionales o las de una instancia superior. Sobre todo en una de las ramas del Derecho jurídico en la que existe mayor discrecionalidad. Al fin y al cabo, el Derecho de la Competencia no es Justicia sino una 'policía de mercados' que responde a la concepción política de la economía que haya de fondo. La óptica de Bruselas es la integración de los mercados; la de las autoridades nacionales se fija más en proteger los intereses legítimos de sus ciudadanos y sus empresas.
Inevitablemente se mantendrá esta dualidad, surgirán las diferencias y las operaciones empresariales no serán nunca analizadas por un utópico regulador supranacional independiente. Con lo que se mantendrá una tensión que, en el fondo, es la más saludable para la competencia.