Beneficios efectivos y costes potenciales
Los nuevos españoles. En España residen cuatro millones de inmigrantes, que representan uno de cada dos nuevos hogares. Su contribución a la economía explica la mitad del crecimiento y del superávit de las cuentas públicas. El saldo es positivo y su aportación seguirá siendo necesaria
Comienza a ser finalmente aceptado que los inmigrantes han contribuido significativamente al crecimiento del país. Y ello posibilita que el debate que sobre este relevante aspecto debemos efectuar comience a centrarse en la economía, poniendo en sordina otros aspectos que lo han presidido hasta hoy. Ese énfasis en lo económico es del todo imprescindible, ya que es el único que, simultáneamente, permite entender el proceso y sitúa nuestras obligaciones futuras de forma adecuada.
Una visión desapasionada ha de comenzar destacando cómo la inmigración refleja la insuficiencia de la oferta laboral nativa, expresión de una lamentable demografía y de dificultades para la movilidad interregional. El formidable auge del empleo (de 12 a casi 19 millones de puestos de trabajo entre 1995 y 2006) ha coincidido con la incorporación al mercado de trabajo de cohortes con escasos efectivos. Así, mientras que los que cumplían 16 años entre 1985 y 1995 eran casi 700.000 por año, a partir de 2000 esa cifra se hunde hasta cerca de los 400.000.
Además, la falta de movilidad ha exacerbado los problemas, dado que la España de la inmigración la integran las comunidades autónomas más dinámicas en empleo (Madrid, Cataluña, Baleares, Comunidad Valenciana, Murcia y Canarias, junto a algunas provincias del litoral andaluz y la Rioja). De hecho, en la primera parte de la expansión (1995-2000), los excedentes nativos (del paro y de la actividad femenina) absorbieron el grueso del nuevo empleo, de forma que la aportación de la inmigración fue residual (en el entorno del 15%). Por el contrario, en los años 2000-2006, el práctico agotamiento de aquellos excedentes y la continuidad de la demanda generó un déficit de oferta que se filtró al exterior: la inmigración explica más del 50% del nuevo empleo y por encima del 65% en las comunidades más dinámicas. En síntesis, en ausencia del choque inmigratorio (cerca de 2,5 millones de nuevos ocupados) nuestro mercado de trabajo difícilmente hubiera podido funcionar adecuadamente. Máxime si se tiene en cuenta que en los sectores con mayor inmigración, las posibilidades de aumentos de la productividad son escasas.
La moderación salarial que ha provocado esa nueva oferta, aunque compatible con un mantenimiento del poder adquisitivo de los salarios, constituye otro positivo aspecto. Y vinculada a aquella, hay que destacar el aumento de los beneficios empresariales. Además, la ampliación del mercado interno ha estimulado las oportunidades de inversión empresarial. Positivo impacto sobre excedentes y mayor profundidad del mercado sugieren que el auge inversor de estos últimos años está vinculado parcialmente al impacto inmigratorio. Al igual que lo está la fuerte expansión del consumo privado.
Y no sólo por el aumento poblacional, sino por el crecimiento de nuevos hogares, que tienen propensiones al consumo más elevadas que el conjunto: entre 2000 y 2006 (segundo trimestre), cerca del 50% de las nuevas familias están dirigidas por inmigrantes. Este avance tiene una traducción directa en la demanda inmobiliaria. Así, la tradicional media española de 250.000 nuevas familias/año (1975-1995) se ha elevado a las casi 400.000 de los últimos años, lo que ayuda a comprender mejor las razones de la fortaleza inmobiliaria. Junto a estos efectos sobre el crecimiento de la demanda interna, hay que imputar a la inmigración, lógicamente, una parte del deterioro del saldo exterior.
Finalmente, los últimos estudios indican que su saldo fiscal (impuestos pagados versus consumo colectivo de los inmigrantes) es positivo para las arcas públicas. Si a ello se añade su contribución a la Seguridad Social, aquel balance deviene, lógicamente, mucho más favorable, con lo que su contribución a la mejora de las finanzas públicas de este último periodo no debe ser minusvalorada.
A esos beneficios hay que contraponer los costes, relacionados potencialmente con la inversión precisa para su integración. Esta debería implicar un aumento de la provisión de ciertos servicios colectivos (sanidad o educación, por ejemplo) pero, también, y muy especialmente, el evitar una creciente guetización territorial, que constituye el principal reto del país (política de vivienda).
Necesitamos los inmigrantes y, dado el comportamiento demográfico de los últimos 15 años, vamos a continuar necesitándolos en el futuro. Su aportación a la mejora del bienestar del país es evidente y va a continuar siéndolo. Tras el reconocimiento de su aporte económico, es hora ya de plantear abiertamente la necesidad de una ambiciosa política de integración. Aquí sí nos jugamos una parte del futuro, del suyo y del nuestro.
Josep Oliver Alonso. Catedrático de Economía Aplicada Universidad Autónoma de Barcelona