¡Que inventen 'otros'!
Los estudiosos del rector Unamuno sitúan su archifamosa frase en un contexto distinto al que luego ha pasado a la historia. Pero refleja en la conciencia colectiva la incuria de los poderes públicos para con los que se esfuerzan por aportar conocimiento e innovación.
En este marco de hostilidad a la protección del conocimiento se sitúa la desidia en la que se sigue moviendo la Administración española en materia de patentes desde hace decenas de años. Todo ello bien aderezado de una retórica huera de protección de la investigación y de respeto al Derecho internacional.
España es parte del Convenio sobre la Patente Europea (CPE) desde 1987. Al adherirse hizo uso de una reserva para excluir las patentes de productos químicos y farmacéuticos utilizando una prórroga (hasta el 7 de octubre de 1992). España no se alineó con su entorno europeo sino que se acogió a una excepción. Pero el objeto del convenio europeo es proteger todas las patentes, incluidas las de producto químico y farmacéutico.
La reserva española en materia de patentes discrimina a las invenciones químicas y farmacéuticas, y provocará la huida de esas industrias a otros Estados
La gravedad de esa postura renuente es que dicha reserva tiene unos efectos que se prolongan muchísimo más allá de octubre de 1992, pues todas las patentes registradas antes de esa fecha han quedado bajo sus efectos: no pueden adicionar la protección como patente de producto y son excluidas durante toda su duración de esa mayor protección.
Si ese convenio fuese el único convenio internacional, o el último, que España hubiera concluido en materia de patentes, lo anterior sería irrefutable y a ello habría de resignarse la ciencia y los innovadores.
Pero en 1995 España, como el resto de Estados comunitarios y la propia Unión Europea, suscribió el Tratado de la Organización Mundial del Comercio, que incluye un acuerdo anexo con un nombre larguísimo pero revelador: el Acuerdo sobre los Aspectos de los Derechos de la Propiedad Intelectual Relacionados con el Comercio (Adpic o Trips).
Este acuerdo daba un año de plazo a los Estados (hasta 1 de enero de 1996) para poner en orden las normas internas sobre patentes al exigir proteger las invenciones con patentes de producto y de procedimiento, sin discriminar por el campo tecnológico (artículo 27 Adpic). La protección se extendía y se extiende a todas las patentes existentes, ya sean de producto como las de procedimiento (artículo 70.2), y a las nuevas durante 20 años.
España desatendió ese plazo y no modificó, ni lo ha hecho todavía, la disposición transitoria 1ª de la Ley 11/1986 de Patentes que excluye las patentes de productos farmacéuticos y químicos registradas o solicitadas hasta octubre de 1992.
España, además, ha llevado a cabo una interpretación unilateral del artículo 70.2 como aplicable sólo a las patentes nuevas a partir del Adpic (1996), que es una interpretación distinta y contraria a la del órgano de apelación de la OMC, para quien la protección total alcanza a todas las patentes existentes, es decir, vigentes a 1 de enero de 1996, lo que significa que las patentes de procedimiento vigentes en esa fecha pueden adicionar la patente de producto que exige el Adpic.
A estas alturas, el lector habrá deducido una clara incompatibilidad entre dos tratados internacionales de los que España es parte. Por un lado, el Adpic, que permite reivindicar patente de producto a las patentes de procedimiento vivas registradas o solicitadas en cualquier fecha anterior a 1996, frente a los efectos restrictivos de las reservas al CPE sobre las patentes registradas mientras regía la reserva (octubre 1992).
El Adpic permitió que los Estados o la Unión Europea enunciaran una serie de tratados, entre los que no está el Convenio de la Patente Europea, que no se verían afectados por el acuerdo posterior que es el Adpic. España no se atrevió en público, ante la comunidad internacional, a defender y mantener los efectos de la antigua reserva sobre las invenciones químicas y farmacéuticas, pero de puertas adentro se ha aferrado a esa losa sobre la industria emprendedora.
Estamos ante dos convenios sucesivos sobre la misma materia (protección de las patentes). Un tercer convenio (el Convenio de Viena sobre el Derecho de los Tratados) entra en juego como regulador de estas incompatibilidades: un Estado, ante obligaciones incompatibles (no protección en uno, protección en otro) derivadas de dos tratados internacionales que le comprometen, tiene que optar por el tratado posterior, de conformidad con el artículo 30.3 del Convenio de Viena. De manual.
España debe poner en orden sus obligaciones como Estado de Derecho, de Derecho Internacional. No es descartable que España pudiera ser demandada por otro miembro de la OMC, y algunos han sido particularmente activos.
La negligencia de los poderes públicos al no modificar la Ley de Patentes en 1996 ha ocasionado, además, daños colaterales. El Reglamento comunitario 1768/1992, sobre el certificado complementario de protección de los medicamentos para paliar el desfase entre la solicitud y la concesión, preveía un plazo de carencia hasta 1998 condicionado al hecho de que un Estado no permita las patentes de producto (artículo 21). Como España no adecuó su normativa de patentes al Adpic, se siguió acogiendo al plazo de carencia, que hubiera quedado desactivado si España hubiera cumplido el Adpic permitiendo adicionar las patentes de productos a las patentes solicitadas o registradas en octubre de 1992 y vigentes a 1 de enero de 1996. España se aprovechó de su ilícito internacional.
Tanto el Convenio de la Patente Europea como el Adpic participan de la protección plena a toda la propiedad intelectual. España no se puede seguir aferrando a una reserva caducada que distorsiona y desequilibra las obligaciones en materia de protección de la propiedad intelectual, discrimina a las invenciones químicas y farmacéuticas y provocará la huida de esas industrias a otros Estados. España debe cumplir sus compromisos internacionales para poder formar parte de la Europa del conocimiento.