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Columna
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Envejecimiento de la población y mercado de trabajo

Los países desarrollados se enfrentan a un serio problema por el envejecimiento de sus ciudadanos: el pago de las pensiones. El autor defiende la necesidad de alargar la vida laboral de los trabajadores, así como de fomentar el ahorro y aumentar la productividad, un asunto que la OCDE analiza hoy y mañana en Bruselas

La OCDE lleva un tiempo estudiando el efecto del envejecimiento de la población sobre el mercado de trabajo de sus países miembros y piensa que ha llegado el momento de poner sobre la mesa la cuestión de la jubilación bajo parámetros distintos. Para ello ha convocado una reunión ministerial hoy y mañana (17 y 18 de octubre) en Bruselas, el Foro para las Políticas sobre Envejecimiento y Empleo, dedicado a cómo alargar la vida activa de los trabajadores y a cómo cambiar las actitudes de empresarios y trabajadores sobre la edad de jubilación.

El envejecimiento de la población representa un desafío importante para los países más desarrollados, en particular para los ciudadanos de esos países que dentro de unos años se verán en la obligación de financiar las pensiones de sus mayores.

En los noventa, cuando todavía no se habían desplomado las Bolsas después de la burbuja tecnológica y no habían entrado en crisis los fondos de pensiones de las grandes (y viejas) empresas anglosajonas, las agencias internacionales defendían con fervor militante el desmantelamiento de los sistemas nacionales de seguridad social y su sustitución por sistemas privados de pensiones.

En aquellos años, el modelo de pensiones de Chile era predicado sin pudor por organismos internacionales y centros de estudios de patrocinio bancario por igual. Luego se supo que quien lo había implantado en aquel país había asegurado su vejez por otros medios. El que las catastróficas predicciones demográficas en ocasiones aparentasen tener más trampas que una película de chinos, o que los costes de transición del sistema de reparto a otro privado pudieran ser difíciles de asumir, tampoco fueron una ayuda para la causa. Ello llevó a pensar que no existía una solución fácil para el problema pero que quizá el retrasar la edad de jubilación podía ayudar a resolverlo.

Convertir en realidad una propuesta como esa exige convencer a los ciudadanos de que la jubilación temprana, no hablemos de la prejubilación, no es la manera más rápida de conseguir el incremento de la productividad de los trabajadores y el aumento de la competitividad de las empresas.

Desde la aparición de la novela Un mundo feliz, todos hemos estado convencidos que el destino de los humanos era aceptar la implantación de tecnologías ahorradoras de mano de obra y dejar de ir a la oficina desde que aparecieran las primeras canas en nuestras cabezas. De acuerdo con lo que sabíamos, eso liberaba puestos de trabajo para jóvenes más productivos y menos costosos, al tiempo que aumentaba la demanda total porque los jubilados son gente que no ahorra, sino que vive al día.

Desgraciadamente, cuando se hacen los números se comprueba que jubilaciones tempranas y alargamiento de la vida de la población no son compatibles. Si se viven más años, hay que trabajar más años, cotizar más años y cobrar pensión menos años. En especial cuando las tasas de fertilidad no son muy brillantes. De lo contrario las tasas de dependencia (pensionistas versus trabajadores) se disparan, se provoca un conflicto intergeneracional, los costes de mano de obra aumentan y aparece un claro incentivo al fraude o a dejar deteriorarse el sistema. El problema es grave. Estimaciones de la OCDE hablan de que la tasa de dependencia podría doblarse en los próximos 50 años.

Las soluciones exclusivamente financieras -reducir las cuantías de las pensiones, aumentar el papel de las pensiones privadas- no parecen ser ni viables aplicadas en la cuantía necesaria para que cuadren los números, ni suficientes si no sobrepasan el umbral de lo socialmente tolerable o lo de lo humanamente sensato.

Después de varios años anticipando la edad de jubilación para luchar contra el desempleo y abaratar el coste de la mano de obra a las empresas, los Gobiernos se plantean convencer a los trabajadores (y a sus empresarios) para que permanezcan más tiempo activos. Ese es el planteamiento de la Agenda de Lisboa, que no es otra cosa que hacer de necesidad virtud.

El razonamiento es, más o menos: si no podemos pagar pensiones a gente que está en condiciones de hacer senderismo y ganar concursos de cuentos, hagámosles trabajar más y el crecimiento económico nos lo va a agradecer en un momento que el paro ha dejado de ser el peor problema. En otro momento nos plantearemos qué hacer con las mujeres que también queremos integrar en el mundo laboral. Lo que a su vez planteará otro problema: reducción de la natalidad y futuro aumento de la tasa de dependencia.

Pero el envejecimiento de la población puede causar serios problemas no solamente al sistema de pensiones, sino también al crecimiento económico. Parece casi inevitable actuar simultáneamente en tres áreas, el ardor con que se aborde cada una dependerá de las preferencias políticas dominantes.

En primer lugar, hay que favorecer el ahorro y la acumulación de capital con políticas financieras razonables que mantengan los tipos de interés bajos, la inversión productiva alta y el producto interior en crecimiento. Segundo, hay que evitar la reducción de la fuerza de trabajo por envejecimiento y desalentar la jubilación temprana. En tercer lugar, hay que procurar conseguir ganancias en productividad que compensen las pérdidas que pudieran derivarse de una población activa más envejecida.

El envejecimiento de la población reducirá la oferta de fuerza de trabajo en las próximas décadas, los Gobiernos no deberían incentivar a los trabajadores que se quieran retirar, ni penalizar a los que quieran permanecer activos. La situación de las cuentas de la seguridad social de muchos países y sus niveles de empleo hacen pensar que es un buen momento para diseñar y poner en práctica una política sensata sobre esta materia.

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