La Europa rota
Se atribuye a un político español del siglo pasado -años treinta- la frase: 'Prefiero una España rota antes que roja'. Trasladándonos en el tiempo y en el espacio, 70 años después y referido a Europa, el dilema es bien diferente.
En efecto, durante las varias décadas de la Guerra Fría la amenaza que suponía el sistema soviético hizo visible el peligro de una Europa roja. Constatado el fracaso del modelo de socialismo real, la dimensión de la crisis europea da visibilidad al peligro de una Europa rota.
En el análisis de la crisis ha de hacerse un especial esfuerzo en distinguir nítidamente entre sus síntomas y sus orígenes, evitando así el error de considerar superada la crisis por haber combatido los síntomas. Desde esta perspectiva, el triple fracaso cosechado por la UE en apenas 20 días -los resultados de los dos referendos en Francia y Holanda y el fiasco de la cumbre de junio- no es sino una manifestación sintomática más de la secular crisis europea.
Con toda seguridad estos últimos síntomas desaparecerán, pues antes o después y de un modo u otro se encontrará la manera de solventar el problema jurídico-político vinculado a la ratificación del Tratado constitucional, y se alcanzará un acuerdo sobre las cuestiones presupuestarias. Los dirigentes mostrarán orgullosos las fórmulas encontradas y reiterarán en un discurso coordinado que 'una vez más Europa ha sabido superar una crisis y sale de la misma fortalecida'. Se equivocarán, Europa sólo habrá superado la enésima manifestación externa de su crisis, pero ésta permanecerá enquistada en el corazón europeo y acarreará en el futuro la aparición de nuevos síntomas, tal y como lo ha venido haciendo de forma recurrente en el pasado.
La realidad es que el origen de la crisis secular de Europa es la coexistencia en su seno de dos concepciones altamente antagónicas, que chocan entre sí con relativa frecuencia, provocando la acumulación de tensión, que cíclicamente estalla.
Respecto al equilibrio entre mercado y Estado, en tanto que una concepción propugna liberar al máximo el primero, acotando la misión del segundo a las funciones regulatoria y de control, la otra puja por un Estado que mantenga un alto grado de intervención en la economía. De ese modo, coexisten en Europa países inmersos en procesos liberalizadores con países anclados en el intervencionismo, países que han aplicado recetas privatizadoras para las empresas públicas con países que mantienen prácticamente intacto su sector público empresarial.
En relación con la política presupuestaria, mientras una concepción apuesta por el rigor en las cuentas públicas persiguiendo el objetivo del equilibrio presupuestario, la otra se resiste a abandonar las políticas deficitarias. Así, conviven en Europa países que han erradicado el déficit y persisten en la línea de la consolidación fiscal con países que mantienen la cronificación de su déficit; países que han alcanzado los compromisos de Maastricht con países que los han incumplido.
Sobre la presión fiscal, desde una concepción se apuesta por su reducción y desde la otra por mantenerla e incluso aumentarla. En consecuencia, conviven en Europa países que aplican reformas tributarias con reducciones de impuestos para favorecer la actividad económica abaratando sus costes fiscales, con países que siguen optando por los recursos impositivos para financiar políticas de reactivación; países que buscan alcanzar la suficiencia financiera ensanchando sus bases impositivas, con países que siguen recurriendo a los tipos impositivos como instrumento para aumentar la recaudación fiscal.
En materia de política exterior, una concepción es proamericana y la otra antiamericana. Por esta razón, coexisten en Europa países que consideran que la fortaleza de Europa está en relación directa con la intensidad de su alianza con EE UU, con otros que creen que Europa debe afirmarse en el mundo a través de la contradicción con los estadounidenses; países que se sitúan en la colaboración atlántica con países que se ubican en la confrontación.
Sobre el liderazgo europeo, hay una concepción dinámica y adaptativa y hay otra estática e historicista. Fruto de ello, en Europa hay países defendiendo que el carácter vivo y cambiante de la configuración de la UE modifica sucesivamente sus equilibrios internos y países que defienden una preeminencia de los fundadores, especialmente de los grandes, como principio inmutable en la vida europea.
En su conjunto, todas estas divergencias desembocan en un antagonismo de las dos concepciones coexistentes en Europa, antagonismo que además es significativo en intensidad y permanente en el tiempo. No nos engañemos, cualquier futuro acuerdo sobre cuestiones presupuestarias no disminuirá ni un ápice el antagonismo de las dos concepciones descritas.
Si de verdad se quiere afrontar el origen de la crisis, la receta a aplicar consiste en reducir la brecha existente entre las diversas políticas europeas. En definitiva, en hacer 'más Europa'. Y dicho esto, tampoco caigamos en el pesimismo, pues como dijo nuestro poeta, 'que la aurora no se muere, que el alba vuelve a nacer, de pie todas las mañanas'.