La fuerza de la razón
Si, como parece natural, el final del año resulta oportuno para reflexionar sobre el tiempo transcurrido, así como para hacer planes sobre el que se avecina, sería muy grave no reparar en la confusión que ha llegado a reinar durante 2004 y en la necesidad de ser capaces de acabar con dicha confusión imponiendo la fuerza de la razón. En efecto, se termina el año con posiciones enfrentadas, y cada vez más crispadas, en materias tan trascendentales como el diagnóstico de lo ocurrido el 11-M, la posible nueva estructura del Estado, la salida al denominado problema vasco, el proceso de regularización de la población extranjera, la forma de dar solución al problema de la vivienda y, en general, sobre cualquier cuestión que surja en la palestra política. La ciudadanía no se merece, como bien puso de relieve en la Comisión del 11-M Pilar Manjón, el permanente intento de sacar ventaja política hasta de víctimas de atentados terroristas y ya empieza a resultar cargante la manía de decirse, desdecirse, empecinarse o excusarse que se viene observando en algunos responsables políticos.
El mejor método de evitar las inacabables y estériles polémicas a que venimos estando acostumbrados consistiría en exigir que los debates se apoyaran obligadamente en datos referidos a conceptos de definición incontrovertible y que los argumentos tuvieran que basarse en la interpretación de dichos datos, analizados con el debido fundamento lógico y científico. Con una exigencia de este tipo, que en ningún momento nadie hizo suya por ejemplo en la Comisión del 11-M, hubiera sido imposible mantener afirmaciones como que todos los terrorismos son iguales o que la responsabilidad exclusiva de un atentado corresponde a los terroristas, por poner ejemplos del que fuera presidente del Gobierno y de quien lo es actualmente.
En efecto, si se definieran rigurosamente los diferentes grupos terroristas en función de sus planteamientos, determinación de objetivos, tipología de sus miembros, etc., se vería claramente la imposibilidad de afirmar racionalmente que todos son una misma cosa, sin que valiera el argumento de fijar su igualdad en el hecho de que su principal estrategia radique en la acción de matar, en cuyo caso habría que incluir algunos Estados dentro del grupo de las bandas terroristas, lo que sería un disparate. Del mismo modo, el mero análisis de la tipología de las víctimas de los atentados terroristas en función de los grupos que las han causado mostraría que la responsabilidad no es exclusiva de los terroristas y que pueden existir otras causas dignas de reflexión, por más que ninguna justifique la comisión de atentados. Alguna explicación puede encontrarse para que muchos países, entre los que se encontraba España antes de la guerra de Irak, no sean objetivo del terrorismo internacional que, con los últimos datos disponibles del Departamento de Estado de Estados Unidos correspondientes a 2001, dirigía el 64% de su ataques contra intereses norteamericanos y una proporción importante contra Israel y Rusia.
Es evidente que la clase política tiene especial interés en no introducir en los debates el rigor que sería exigible porque del análisis científico de información numérica pueden derivarse unas responsabilidades que están lejos de querer asumir. Pero la ciudadanía debe exigir que se haga y no consentir que se rehúyan dichas responsabilidades. Parece mentira que se asuma con naturalidad que las acciones individuales siempre acarrean consecuencias, e incluso se publiciten muchas de ellas como las que relacionan tabaco y alcohol con cáncer y accidentes, y se considere que las acciones políticas son inocuas y no producen consecuencias sociales de tipo alguno, ni siquiera en el caso de declaraciones de corte nacionalista que inventan agravios, siembran odios y pueden llevar a enfrentamientos civiles.
El pueblo español se merece una nueva etapa de diálogo en el sentido estricto del término. Pero va a tener que presionar para conseguirlo. Sería bueno escuchar, por ejemplo, en este último e importante debate del plan Ibarretxe, qué razones demográficas hay para defender una identidad vasca cuando, con datos en la mano, se aprecia que, tras Madrid, es la población más mezclada de España, con apenas un 40% de autóctonos en segunda generación, y cuando la proyección demográfica y afectiva vasca es de tal calibre que más de un 11% de españoles residentes fuera de Euskadi tienen alguno de sus apellidos vascos.