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Debate abierto
Tribuna
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Entre el desplome y la efervescencia

La respuesta de la UE. El declive industrial es uno de los graves problemas a los que se enfrenta la Unión Europea. Pero la respuesta no pasa por trasnochadas intervenciones de los Estados en la economía, sino por una política que facilite la actividad empresarial y la integración de sectores a una escala continental

Europa está a punto de perder el tren de la revolución industrial del siglo XXI, en la que conocimiento e información son las materias primas esenciales. Raro es el ordenador europeo que no utiliza software estadounidense y la simple búsqueda de un documento en internet resulta casi imposible sin un viaje virtual hasta California para pedirle prestado el cedazo a Google.

Este declive industrial y tecnológico que sufre el Viejo Continente amenaza su posición en el mercado global que surgió tras la revolución financiera de los años ochenta. En contra de la impresión general, las sucesivas ampliaciones de la Unión Europea, incluida la última, sólo han permitido mantener la contribución del continente al PIB mundial en el mismo nivel en que se hallaba en 1972.

Un reciente estudio encargado por la Comisión Europea resalta que, desde 1973, la posición europea en los mercados mundiales se ha visto diezmada en casi todos las áreas industriales, desde la siderúrgica a la automovilística. Europa perdió hace 15 años su preponderancia en la producción textil y hace 25 años en la electrónica. 'Pero el factor agravante', alerta el informe, 'es que ningún sector nuevo ha recogido el testigo'.

El punto crítico no estriba en el traslado de ciertas tareas productivas con poco valor añadido, sino en la aparente incapacidad de Europa para dar el salto tecnológico imprescindible para sustituir esa emigración con una industria de alta gama. Lo primero es la desindustrialización propia de todas las economías maduras; lo segundo, el desolado erial que queda tras el derrumbe de un modelo industrial. Las instancias políticas y económicas coinciden en este diagnóstico, pero discrepan sobre la terapia necesaria. Los más populistas, como el ministro de Economía, Nicolas Sarkozy, agitan electoralmente el fantasma de las deslocalizaciones y preconizan una intervención del Estado en la economía, desde la fijación de precios minoristas a la intermediación en conflictos sindicales.

'Quienes somos suficientemente mayores como para recordar los años sesenta y setenta no podemos ocultar nuestro espanto cuando oímos hablar de revivir la política industrial', afirma el tajante comisario europeo de Mercado Interior, Frits Bolkestein. 'Pagamos muy caro aquel error y corremos el riesgo de volver a cometerlo'.

Entre las dos posturas, se abren espacio los partidarios de una microcirugía que siegue los obstáculos al desarrollo empresarial europeo, facilite el nacimiento de compañías de talla internacional y permita a Europa preservar su puesto en el escalafón industrial, por debajo, inevitablemente quizá, de EE UU, pero por encima de los países emergentes como China, Brasil o India también en el futuro. 'En este mundo nuevo, la industria europea ha mantenido, de momento, su posición, pero se trata de un equilibrio muy frágil', ha advertido el comisario europeo de Comercio, Pascal Lamy.

La memoria que persigue a Bolkestein enseña que el intervencionismo público no puede ser el de un trasnochado Estado paternalista, que planifique la producción industrial o intente encauzar la invención tecnológica. Pero Europa tampoco puede avergonzarse de un apoyo público que complemente, sin sustituir, el esfuerzo privado.

La industria europea no necesita una réplica de la política agrícola, que increíblemente absorbe el 50% del Presupuesto comunitario. Pero puede beneficiarse de un incremento de la inversión pública en educación y en investigación y desarrollo, o de incentivos fiscales a la innovación, la productividad y la competitividad.

Los poderes públicos deben potenciar al máximo, además, el trasvase recíproco de conocimientos y fondos entre el sector privado y las instancias universitarias y científicas. EE UU, no se olvide, explota al máximo esos canales, y algunos de sus gigantes industriales, desde Boeing a General Electric, han mamado siempre de los ubérrimos presupuestos de defensa e investigación espacial.

Europa cuenta ya con ejemplos positivos de actuación pública, como el emblemático lanzamiento de la compañía aeronáutica Airbus, que en 30 años se ha hecho con el 50% del mercado mundial de aviones comerciales, o el reciente éxito de la estandarización en telefonía móvil que ha permitido, por primera vez quizá, el desarrollo de una industria paneuropea casi desde el primer balbuceo.

La segunda respuesta política debe llegar a través del impulso a un proceso de consolidación industrial que permita a las grandes empresas europeas alcanzar el tamaño necesario para competir en los escenarios internacionales. Algunos grupos ya lo han logrado. La cervecera belga Interbrew vende cada día millones de cañas de Stella Artois en todo el continente. La mayor parte de los periódicos europeos se imprimen en papel procedente de la empresa nórdica Stora Enso. Y la pequeña localidad finlandesa de Nokia tiene renombre mundial.

De momento, sin embargo, la mayoría de las patronales europeas lamentan que la injerencia política y los pruritos nacionales sirva más de brida que de fusta a ese proceso. El futuro supercomisario europeo de Empresa e Industria, Günter Verheugen, ya ha fijado por escrito, ante el Parlamento Europeo, los límites de la intervención comunitaria en este terreno para el próximo quinquenio. Bruselas, señala el alemán, 'no impulsará arbitrariamente a una empresa o grupo en detrimento de otros', pero 'usará todos los instrumentos a su alcance para propiciar que las compañías europeas se desarrollen y alcancen una dimensión global'.

El concepto de gigante nacional, en efecto, se ha quedado obsoleto y, cualquiera que sea el modelo final de la integración del continente -federación, confederación o unión multilateral- , el tamaño de las empresas debe ajustarse a la nueva realidad geoestratégica de la Unión Europea.

'Debemos renunciar a la idea de que cada capital de la UE necesita tener un banco de dimensiones globales', preconizaba hace sólo unos días un banquero ante los ministros de Economía de la UE. Y la Comisión prevé una poda similar en sectores como el aéreo o las telecomunicaciones. En otros más maduros, como el siderúrgico o el automovilístico, la consolidación está más avanzada.

Ni España ni Reino Unido tienen ya 'coche propio', pues sus antiguas marcas nacionales se han diluido en grupos internacionales. El grupo Arcelor, por su parte, engloba a rivales enconados de otro tiempo como las acerías de Francia, España y Luxemburgo. La caída de las banderas nacionales en los gigantes industriales resulta tan inevitable como deseable. Siempre y cuando la fábrica siga en pie, coronada por la enseña europea.

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