¿Es posible el cambio en el fútbol profesional?
Hace unos días se publicó en estas mismas páginas el artículo Fútbol profesional, el cambio es posible, que defendía como condiciones necesarias para dicho cambio la negociación colectiva entre clubes y jugadores para contener los costes salariales, la generación de un nuevo marco tributario y la resolución consensuada de la polémica sobre negociación de los derechos televisivos.
Polemizando constructivamente, se trata de un ramillete de propuestas sensatas y bienintencionadas, pero con escaso futuro para solucionar la situación, considerando las circunstancias concurrentes en los actores de este drama que es el fútbol profesional.
Los clubes de fútbol profesional, únicos y exclusivos responsables del atolladero en el que se encuentran, no tienen solución ni viabilidad dentro de las actuales estructuras, estando abocados a la quiebra o desaparición (salvo cambio radical del escenario) como consecuencia de los procesos inflacionarios que ellos y sólo ellos han desatado. No son demasiado remotos los anteriores planes de salvación, la modificación del régimen de reparto de los ingresos quinielísticos, la negociación por la venta de los derechos de televisión con el extraordinario e inesperado incremento que generaron los derechos de la televisión de pago, la modificación del marco legal con la creación de las sociedades anónimas deportivas y así hasta la extenuación.
Los acuerdos adoptados por la asamblea general extraordinaria de la Liga de Fútbol Profesional (LFP) el pasado 29 de mayo son la mejor prueba de que nos encontramos ante una tarea como la de Sísifo.
En primer lugar, se acordó no iniciar la próxima competición hasta conseguir de los potenciales compradores de los derechos audiovisuales una oferta superior a la existente, amenazando (¿a quién, a todo el país futbolístico, se supone?) con una huelga, en este caso mas bien un cierre patronal, en la confianza de que una vez más la Administración resolverá paternalmente el embrollo generado por la calamitosa gestión de los asociados a la Liga de Fútbol Profesional, obligando a las televisiones públicas o a las cadenas privadas a comprar a precios a los que no les interesa hacerlo.
En segundo lugar, se acordó trasladar al Gobierno su disconformidad con el actual reparto de las quinielas al 'aportar una cantidad económica insignificante que no refleja la importancia de los clubes en la generación de los ingresos y en el valor de la marca', aspiración ésta que ha venido siendo históricamente planteada por los clubes, los cuales obtuvieron un reconocimiento del 1% en 1991 y del 10% en 1998, y que ahora pretenden incrementar en función del novedoso argumento del 'valor de la marca' hasta alcanzar una participación que ya no merezca el calificativo de 'insignificante'.
Gravísimo error cometería la Administración si accediera a esta propuesta creyendo que en ello radicaría la solución a los problemas del fútbol profesional, ya que la única consecuencia de un mayor flujo de dinero hacia los clubes sería, como ya pasó antes, un nuevo acelerón inflacionario (mayores primas, fichajes, sueldos y comisiones para los intermediarios) y nueva crisis a la vuelta de la esquina. ¿O es que existe alguna razón para pensar que las cosas serán diferentes en esta oportunidad?
Precisamente ahí radica la raíz del problema: los clubes han aplicado sus nuevos recursos (derechos audiovisuales a partir de los primeros noventa, incremento de participación en las quinielas) no al saneamiento ni al pago de sus deudas, sino a alimentar la espiral inflacionaria. Compárese el incremento del IPC durante los últimos 10 años (38%) con el exponencial aumento de fichajes, sueldos y primas de futbolistas y entrenadores. Ninguna de las restantes partidas del presupuesto ha experimentado similar aceleración, de suerte que aquellos polvos y alegrías a la hora de contratar y fichar trajeron los lodos actuales en forma de amenazas de huelga y reivindicaciones del valor de la marca.
Y los que no se encuentran en tan crítica situación no pueden imputarlo a una gestión brillante y saneada, sino a la inestimable ayuda de la Administración (de nuevo la Administración) adoptando determinadas decisiones urbanísticas que no sólo suponen un espejismo respecto a la gestión de los clubes beneficiados por la misma, sino que, además, ha supuesto de nuevo un mayor flujo dinerario en el mercado con sus perniciosas consecuencias.
Si la causa del problema reside en la incapacidad de los clubes, bajo las estructuras actuales, de autocontrolar los sueldos y fichajes y poner coto al virus inflacionario, la solución sólo podrá ser eficaz si resuelve este obstáculo y, en defecto de imposibles remedios de lege ferenda, solamente cabrá la autorregulación a través de un sistema de salary cap, lo cual, obviamente, habría de traer consigo una nueva y diferente estructura organizativa para la Liga, de carácter cerrado o semicerrado, reducida en numero a no más de 16 clubes y, por supuesto, sin la presencia de los restantes clubes profesionales cuya problemática ha de ser, por definición, muy otra.
Es decir, el cambio no sólo es posible sino imprescindible, pero sólo a través de una radical modificación de las estructuras. Esta propuesta no gustará a muchos pero, antes o después, una solución de este tenor se impondrá, puesto que bajo su forma actual el fútbol profesional no es viable.