Las rebajas sociales recorren Europa
Esta semana ha marcado nuevos hitos en la conflictividad social europea. El martes tuvo lugar en Francia una huelga generalizada del sector público, seguida también en multitud de empresas privadas, que culminó con un centenar de grandes manifestaciones. El atomizado mundo sindical francés se unió en la convocatoria y logró que varios millones de personas, entre huelguistas y manifestantes, mostrasen su rechazo a la propuesta del Gobierno Raffarin para modificar los requisitos de acceso a las pensiones de jubilación.
El mismo día tuvo lugar en Viena una concentración de más de 200.000 trabajadores y una huelga en las escuelas, convocadas por la Federación de Sindicatos austriacos (OGB), dando continuidad a las movilizaciones iniciadas con la huelga del pasado 5 de mayo en protesta contra una reforma similar a la francesa.
Los sindicatos alemanes han empezado también a preparar un calendario de movilizaciones frente al paquete de medidas remitido por el canciller Schröder al Parlamento y que contiene recortes en el sistema de protección social y mayores facilidades para el despido.
Y en Italia se anuncia la convocatoria de una huelga general nada más conocerse que Berlusconi tiene muy avanzado un proyecto de ley con el que pretende retomar la modificación de todo el sistema de pensiones que ya motivó una enorme contestación social y su derrota electoral a finales de la década de los noventa.
Salvando los matices de un país a otro, las reformas tienen un mismo hilo conductor, la reducción del gasto social; porque han tenido también una misma causa, las rebajas fiscales competitivas, que no le han procurado más competitividad ni a los países por separado ni a la Unión Europea en su conjunto.
Con el paradigma de política económica seguido se han rebajado los impuestos al capital y a las rentas más elevadas en mayor proporción que al resto de los contribuyentes, pero no se han traducido en nuevas y mayores inversiones productivas. Las economías nacionales no han crecido a tasas superiores que antaño, sino que siguen sin ver la recuperación en los países centrales europeos. El empleo que se genera aún está más lejos todavía de ajustar cuentas con el paro. La merma de los ingresos públicos no se ha compensado con las aportaciones de los mercados robustecidos, ni éstos han asignado los recursos con mayor eficiencia tras el adelgazamiento de los Estados.
La consecuencia palpable es una redistribución social de la riqueza más desigual, que ahora quiere consagrarse con las reformas emprendidas.
El lastre de la Unión Europea no proviene de los supuestos excesos de sus Estados del bienestar, sino de sus déficit reales en cohesión económica y social. Los criterios de convergencia nominal fueron necesarios para llegar a la unión monetaria con la estabilidad macroeconómica en la que pudiera realizarse el mercado único, pero insuficientes para lograr la plena unión económica.
Para integrar en una sola las economías de 15 países tan diferentes no bastaba con someterlas a la misma disciplina en política monetaria, se requería de mayor flexibilidad que permitiese a cada país avanzar hacia la convergencia real o fomentarla desde una política presupuestaria común más ambiciosa.
Sin la una ni la otra hemos llegado a la paradójica situación actual en la que se ven amenazadas la estabilidad económica y la estabilidad social. La primera con abultados déficit como el alemán, o con desviaciones inflacionistas como la española (aunque se exhiban artificiosos equilibrios presupuestarios) y la segunda por la aplicación de recetas que además de no curar la grave enfermedad del desempleo provocan efectos secundarios, sociales y políticos, recortando las prestaciones de los parados y los derechos futuros de los activos.
Es la política económica imperante en la mayoría de los países miembros la que debe cambiar por fracasada, antes de que arrastre también al fracaso al modelo social que no impidió, sino que alentó el desarrollo y la vitalidad de la democracia en Europa.