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Columna
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Del Muro a la Acrópolis

Josep Borrell

Han pasado 13 años desde que se derrumbó el muro de Berlín, símbolo de la división de Europa, hasta la firma, con la Acrópolis de fondo, del Tratado de adhesión a la UE de siete países del fenecido bloque soviético, una ex República yugoslava y dos países mediterráneos

Pero ese largo camino no se ha acabado en Atenas. La solemne firma de ayer no ha hecho sino dar forma jurídica a los acuerdos alcanzados en Copenhague a finales del año pasado. Todavía hace falta que ese tratado sea ratificado por todos los 25 nuevos y viejos Estados miembros, algunos por referéndum y otros por votación parlamentaria.

El objetivo es que esta quinta ampliación de la UE sea un hecho el 1 de mayo de 2004. Pero no sería la primera vez que un acuerdo intergubernamental clave para la construcción europea no es ratificado. El precedente del tratado que creaba la Comunidad Europea de Defensa, rechazado por el Parlamento francés, está ahí para recordar que la última palabra no la tienen los Gobiernos sino los pueblos.

El Tratado de Atenas tendría dificultades para ser ratificado en algunos de los actuales miembros de la UE si se sometiese a referéndum

Y probablemente el Tratado de Atenas tendría dificultades para ser ratificado en algunos de los actuales miembros de la Unión si se sometiese a referéndum. Sobre todo después de las posiciones adoptadas por los países del Este en la crisis de Irak, que no aportan ningún buen presagio para la construcción de una Europa potencia dispuesta a contrapesar la hegemonía estadounidense.

Afortunadamente no parece que nadie considere necesario correr ese riesgo, como Mitterrand hizo con Maastricht. Y digo afortunadamente porque, a pesar de todos los riesgos y dificultades, un rechazo de última hora a la ampliación sería catastrófico para la credibilidad del proyecto europeo.

Ya no es hora de usar el freno, pero sí está llegando la hora de la verdad para una Europa que es ya mucho más que un gran mercado y para muchos debe ser más que una unión monetaria. Pero, ¿lo ven así los nuevos Estados miembros?, ¿a qué clase de Europa se han adherido?, ¿cuáles son las diferencias entre el proyecto político que se puede llevar a cabo con ellos y el que se podría hacer sin ellos?

Estas preguntas tienen que ver con la emergencia de un demos europeo que será tanto más difícil de construir cuanto mayor sea la dimensión geopolítica que abarque. Pero el telón de fondo de la cuna de la democracia no ha aportado respuesta a estas preguntas que no se formularon a lo largo de las negociaciones para la ampliación, y la crisis de Irak les da ahora toda su trascendencia.

En efecto, la ampliación al Este se concibió y negoció fundamentalmente desde la perspectiva de su coste presupuestario y del proceso de convergencia económica y social con el Oeste. El primero será extremadamente bajo hasta 2006 y del éxito del segundo depende de que el coste del factor trabajo no sea un elemento permanente de distorsión competitiva.

Durante el periodo 2004-2006 el coste neto de la ampliación será del orden de 10 euros al año para cada habitante de los actuales 15 Estados de la UE. Muy poco para toda la retórica desplegada por los dirigentes del Oeste en sus frecuentes viajes a Praga y Varsovia para anunciar la buena nueva de la reunificación europea. Mucho menos de lo que les costó a los americanos el Plan Marshall e infinitamente menos del esfuerzo de solidaridad que han hecho los alemanes del Oeste con los del Este, aunque ese caso sea el de un verdadero demos anclado en la historia y vivo en las conciencias.

Hay que ser conscientes de que a ese resultado se ha llegado aplicando a los nuevos miembros un trato discriminatorio en la aplicación de las más importantes políticas comunes, como la agrícola y la regional, que deberá ser renegociado con las nuevas perspectivas financieras 2007-2013. Esa negociación puede ser el momento de pasar factura por la reciente desunión en política exterior, pero debería ser la ocasión de mantener una política de cohesión fuerte, como la que ayudó a España, Portugal, Grecia e Irlanda a recuperar parte de su retraso histórico.

Ciertamente el punto de partida de los nuevos miembros es mucho más bajo: en términos de paridad de poder de compra, su PIB per cápita es el 40 % de la actual media comunitaria. Por poner un ejemplo, Polonia tardaría 40 años, creciendo al ritmo que ha crecido España desde que ingresó en la Unión, en alcanzar nuestra actual posición relativa.

Pero, con todo, el problema no es económico, sino político. Nos guste o no, los nuevos miembros ven la garantía de su seguridad en la OTAN y EE UU más que en una política de defensa común europea, que es todavía virtual. Esta es una realidad consecuencia de su historia que no se cambiará con invectivas ni discriminaciones.

Sólo un enorme esfuerzo de diálogo y de confianza mutua podrá superar la difícil situación de partida iniciada bajo la Acrópolis.

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