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La Atalaya

Irak, el día después

La Administración estadounidense ha dejado de utilizar el presente para pasar a utilizar el futuro en el tema de Irak. Lo estamos viendo en todas las intervenciones del presidente George W. Bush desde hace una semana. Se ha dejado de hablar de una posible o eventual intervención militar para referirse al futuro de Irak, una vez derrocado el régimen de Sadam Husein, categorema que los planificadores militares del Pentágono ni siquiera cuestionan. Mi opinión personal es que el problema reside precisamente en las nebulosas que envuelven el futuro de un Irak sin Sadam. Nadie duda de que, a pesar de las bravuconadas de Sadam en el sentido de que el ejército norteamericano sería 'una vez más derrotado', el régimen será laminado por la tecnología militar estadounidense en unas pocas semanas. Si la lógica militar funciona, el problema comenzará el día después.

Decía hace un par de días el analista Thomas Friedman en The New York Times que el problema de Irak para Bush es que se empeñaba en presentarlo ante la opinión pública como 'una mesa de caoba al que le faltaban las patas'. Es un símil tremendamente gráfico y muy acertado. Porque, la teórica es perfecta. ¿Quién duda, ni siquiera Rodríguez Zapatero lo pone en duda, que el Oriente Próximo y el mundo en general serán más seguros con la desaparición de la tiranía de uno de los sátrapas más notables de los últimos dos siglos? Pero la visión que la actual Administración estadounidense presenta para un Irak post-Sadam corresponde más a una versión idílica de Alicia en el país de las maravillas que a un análisis coherente con la historia de Irak.

Porque la realidad es que la historia de Irak desde su alumbramiento como nación bajo la dinastía hachemita en 1932 es una historia de luchas y litigios entre los diversos grupos étnicos y religiosos del país (chiitas, sunníes, kurdos, turcomanos, cristianos, ect.). Gertrude Bell, la conocida como La Reina del Desierto, cuya influencia en la plasmación de la nacionalidad árabe fue mucho más influyente, aunque menos conocida, que la de Lawrence de Arabia, acostumbraba a calificar en 1932 a la nacionalidad iraquí como mito. 'Irak no ha sido una nación desde los tiempos de Mesopotamia', decía la política británica. ¿Ha tomado nota Bush de la complejidad de los elementos que componen Irak? ¿Es posible instaurar una democracia estable en un país donde, como describe admirablemente el escritor palestino-americano Said Aburich, todos los grupos se odian entre sí y sólo han coexistido desde el derrocamiento de la dinastía hachemita en 1958 por una dictadura de uno u otro signo?

Ese es el gran reto que tienen ante sí Bush y sus halcones. Quieren duplicar en Irak el experimento que los vencedores de la II Guerra Mundial llevaron a cabo en Alemania y Japón en 1945. Sin embargo, los Rumsfeld, Wolfowitz y compañía parecen olvidar un dato fundamental: Alemania y Japón eran países unitarios con siglos de historia detrás de ellos, a pesar de que la unidad alemana sólo fuera conseguida por Bismark en 1870. En Irak, por el contrario, la política de la venganza interracial y étnica está a la orden del día. A pesar de una Administración militar estadounidense, que no se puede prologar ad eternum, ¿olvidarán los turcos gaseados de Halabja el genocidio de los sunníes de Sadam? Estos y otros muchos interrogantes deberían ser contestados de forma clara y convincente por Bush antes de lanzarse a su aventura iraquí.

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