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Columna
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Inoperancia política

El año del euro cierra con tres problemas básicos en la economía española: un importante y creciente déficit comercial, un paro en aumento y una tasa de inflación persistente y significativamente superior al umbral escogido como objetivo por el BCE para la eurozona. Nuestras autoridades económicas han optado por no actuar en estas líneas, concentrando todos sus esfuerzos en un exótico objetivo de déficit cero. Esto es muy lamentable; el buen gobierno no puede esperar a que un futuro cambio de ciclo corrija los importantes desequilibrios, pues el coste de los mismos, tanto a corto como a largo plazo, es muy notable.

La política económica en España se ha limitado a perseguir el objetivo de déficit cero, establecido por la Comisión Europea en el horizonte de 2004. Hemos resultado ser uno de los pocos países cercanos al objetivo; las tres principales economías de la eurozona no sólo lo incumplen, sino que están próximos al umbral máximo admisible del 3% de déficit, y el objetivo estricto de déficit cero se ha retrasado a 2006.

La Comisión Europea se equivoca en trazar un objetivo de déficit sin hacerlo depender ni en el ciclo económico, ni en el endeudamiento, la capacidad de crecer y el tipo de interés real de cada país. Se ignoran además dos importantes cuestiones: 1) una vez que una economía como la española alcanza una situación cercana al déficit cero, como ocurrió en 2001, el déficit cero se puede lograr en ejercicios sucesivos con una fuerte expansión del gasto, acompañada de una significativa elevación de tipos impositivos, o con una contracción del gasto, acompañada de una reducción impositiva, 2) un déficit nulo es compatible con políticas fiscales de distinto signo, según cuáles sean las partidas en que se pone mayor énfasis en el diseño presupuestario, tanto desde la óptica de los ingresos como de los gastos.

Sobre ninguno de estos aspectos se ha pronunciado en ningún momento nuestro Gobierno. No lo ha hecho en un momento que sería especialmente interesante, pues la transferencia a las comunidades autónomas de importantes competencias en la gestión política y en la gestión tributaria hace imposible la comparación de las partidas de ingresos y gastos de este ejercicio con las de ejercicios anteriores. El presupuesto 2002 incorporaba descensos del 13% en los ingresos de caja del Estado, y del 12% en los gastos, pero ello no significa que fuera un presupuesto necesariamente restrictivo, debido a las competencias cedidas a las comunidades autónomas. Sin embargo, hasta noviembre la recaudación por imposición indirecta (IVA e impuestos especiales) cayó un 27%, frente al 14% previsto en el presupuesto 2002. La recaudación por imposición directa (IRPF y sociedades) ha descendido menos de lo previsto, pero no lo suficiente, lo que obliga a un fuerte recorte del gasto si se quiere lograr un déficit cero. Esto sugiere que la ejecución del presupuesto está siendo claramente restrictiva.

En cuanto a los tres problemas citados al inicio, es sorprendente que aceptemos una tasa de inflación que duplica un umbral del 2%, que deberíamos respetar tanto como nos obsesionamos con cumplir el déficit cero, y que representa una continua pérdida de competitividad para las empresas exportadoras españolas, dificultando sus posibilidades futuras de crecimiento y creación de empleo. La política económica antiinflacionista ha sido inexistente a pesar de los claros indicios de dificultades en el proceso de formación de precios en los sectores de distribución, transporte, etcétera.

Aparte de la competitividad en precios, existe una evidente necesidad de aumentar la competitividad de las empresas españolas por medio de ganancias de productividad. De hecho, el proceso de convergencia de renta per cápita hacia la media europea se ha visto detenido por el descenso de productividad en los últimos años en España. Es urgente tener una actuación a largo plazo en apoyo de la inversión en nuevas tecnologías, tanto desde el punto de vista del equipamiento de las empresas y del diseño de nuevas técnicas como en formación de trabajadores. La carencia de una política está dañando tanto las posibilidades de competencia en el exterior como el diferencial de inflación; al igual que con este último, es muy lamentable la falta de actuación política, al hilo de un Ministerio de Ciencia y Tecnología inoperante, que se percibe en periodo de pura transición de su ocupante y que olvida las necesidades más básicas mientras dedica importantes fondos a financiar al astronauta español. La situación de la inversión pública en investigación es hoy mucho más deficiente que en el pasado, a pesar de que nunca haya alcanzado niveles comparables a los de los países de referencia. La falta de coordinación entre los Ministerios de Educación, Cultura y de Ciencia y Tecnología, el año en que se aprueba una importante reforma legislativa en educación, es muy llamativa.

El mercado de trabajo muestra señales mixtas: por un lado, la economía española está creando empleo aún creciendo por debajo del 2%; por otro, el paro aumenta debido a un fuerte incremento en población activa, en parte debido al notable proceso de inmigración. Aprovechar la mayor fuerza de trabajo es una garantía de crecimiento futuro; para ello es preciso una clara política conducente a facilitar la creación de empleo, su apertura, el trabajo de profesionales independientes, etc. Junto a la fuerte temporalidad que apenas ha descendido a pesar de la puesta en marcha de reformas legales con tal fin, continúan siendo las asignaturas pendientes. La elevada tasa de paro de algunos contingentes de población, especialmente los más jóvenes y las mujeres, continúa siendo muy importante. El año cierra sin actuación clara en estos aspectos, habiendo dedicado sus esfuerzos a restablecer el diálogo con las centrales sindicales; la armonía social es, sin duda, deseable, pero por sí sola no conduce muy lejos.

La catástrofe ecológica ha puesto de manifiesto las importantes carencias del Gobierno. Centrándonos sólo en los aspectos de gestión económica de la crisis son llamativas la valoración meramente económica del desastre, en una óptica exclusivamente de corto plazo, y el distanciamiento del Gobierno respecto de instituciones sociales que han dedicado cierto esfuerzo a valorar el impacto a largo plazo, teniendo en cuenta las consecuencias de la destrucción medioambiental y puntualizando aquellas cuestiones que no se pueden evaluar monetariamente. El desastre del Prestige puede no haber sido responsabilidad del Gobierno, pero minusvalorando su impacto, al igual que hace con los desequilibrios económicos a que se enfrenta, no hace sino aumentar su coste futuro. Se cierra así el triste año de la inoperancia en política económica, precisamente en un contexto en que pocas veces ha sido más precisa la capacidad de liderazgo.

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