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Columna
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Crisis argentina, ¿hasta cuándo?

Durante la década de los ochenta Argentina vivió una situación angustiosa: una fuerte caída de la actividad económica que originaba un déficit público creciente, que sobrepasó el 3% del PIB; un aumento de la deuda pública exterior para financiar tanto el déficit público como el de balanza de pagos a consecuencia de la caída de las exportaciones y, lo que fue peor, una inflación desbocada que acabó en hiperinflación (5.000%) y deshizo el tejido productivo. Con tal situación dos profesiones alcanzaron relieve en Argentina: la de los cambistas y la de los contables de la inflación.

La situación explosiva requería medidas drásticas y en abril de 1991 el nuevo Gobierno decidió anclar el peso en el dólar, aprobando la Ley de Convertibilidad. El modelo de desarrollo adoptado se basó en la paridad del peso con el dólar, garantizando con divisas la base monetaria, a cuyo efecto se prohibió emitir pesos sin respaldo de dólares. Quedaba, por tanto, fuera de la discrecionalidad del Gobierno la expansión de la base monetaria, que se condicionaba al volumen de dólares en reservas, impidiendo la emisión de billetes como un instrumento del Gobierno para financiar los déficit crecientes, cortando de esta manera las expectativas inflacionistas. A tal medida se unió la prohibición de indexación de precios y la congelación de los salarios nominales a un nivel que en términos reales era un 10% inferior al preexistente.

El Gobierno se proporcionó los dólares para hacer efectivo el sistema de canje de conversión con la enajenación de empresas públicas, principalmente de servicios públicos y financieros, endeudándose en el exterior con tipos de interés elevados, con entrada de capitales especulativos al desaparecer el riesgo de cambio y existir tipos elevados y con inversiones directas para aumentar la capacidad productiva a consecuencia de la constitución de Mercosur.

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El funcionamiento normal del sistema tenía dos exigencias: eliminación del déficit público y que la productividad creciera al fuerte ritmo que lo hacía la de EE UU; ninguno de estos condicionantes se cumplió. El déficit público que en 1997 era del 3,2% siguió aumentando, hasta sobrepasar el 6% en el 2001, y la productividad se fue deteriorando; su diferencial con relación a EE UU dio lugar a la sobrevaloración del tipo de cambio del peso. Ello incidió muy negativamente sobre la competitividad de las empresas, lo que hizo caer sus exportaciones y elevar las importaciones, el aparato productivo empezó a deshacerse.

Para cubrir el déficit exterior y el presupuestario, el Gobierno se endeudó, preferentemente en el exterior para mantener la caja de conversión. La deuda exterior en circulación alcanzó 90.000 millones de dólares, el 68% del total de deuda pública, y su pago de intereses incidiría tanto en el déficit por cuenta corriente de la balanza de pagos como en el déficit público.

La caída de las ventas de las empresas, en los mercados exteriores y en el nacional, ocasionó una disminución de la producción interior y de la demanda; la tasa de crecimiento del PIB empezó a caer, el aumento del paro apareció, alcanzando más del 20%, y la recaudación fiscal fue insuficiente para pagar los sueldos de los funcionarios y las pensiones.

El girar incansable de este mecanismo continúa, dando lugar a un proceso acumulativo de déficit público y exterior, que ha destruido el tejido industrial, provocando una fuerte crisis económica y social. El gráfico adjunto trata de sintetizar de una manera visual el proceso de crisis argentino que hemos explicado.

A todo esto hay que añadir un entorno de corrupción generalizada, fuerte fraude fiscal y falta de incentivos para trabajar, sabiendo que los gobernantes no defienden el interés general, sino los propios y los de la camarilla de su partido, que ha hecho desaparecer la clase media argentina (más del 50% de la población se encuentra por debajo del límite de la pobreza), provocando el resquebrajamiento de las instituciones políticas.

Después de la caída de varios Gobiernos, llega al poder el presidente Duhalde, que suprime la paridad peso-dólar, estableciendo un sistema dual, para las transacciones exteriores el cambio del dólar se fijó en 1,40 pesos (nivel que serviría de referencial al mercado) y para las demás operaciones el cambio se dejó flotar. Una asignación de recursos no eficiente, que queda en manos del poder público, que acentuará aún más, si cabe, el clima de corrupción que ha venido imperando en el país.

En relación con el sector empresarial se adoptaron medidas absolutamente disparatadas. Los servicios públicos de las empresas privatizadas tenían sus precios de suministro fijados en dólares, de acuerdo con el contrato firmado con el Gobierno, indexados a la inflación de EE UU.

El actual Gobierno ha dispuesto que dichos precios se conviertan en pesos a razón de uno por uno. Para las entidades financieras se dispuso que los depósitos efectuados en las mismas en dólares tengan que devolverse en dólares, en tanto que los créditos concedidos por dichas entidades denominados en dólares se reembolsen por los deudores en pesos a la par. Decisión asimétrica, que ha puesto en situación de quiebra el sistema financiero.

En la actual situación de Argentina, es muy arriesgado hacer propuestas que intenten sacar al país de la crisis económica, social e institucional. La primera obligación del Gobierno sería elaborar un programa (con los asesoramientos externos adecuados) para conseguir la estabilidad macroeconómica, eliminando las intervenciones públicas ineficientes y saneando las instituciones políticas. Las medidas que al menos debería contener dicho programa son las siguientes:

Supresión del cambio dual; el peso se dejaría flotar tomando como referencia una cesta de dólar, euro y real, por ser Brasil el país con el que se efectúa mayoritariamente el comercio de Argentina.

Anular los acuerdos sobre dolarización de la economía.

Negociar con los tenedores de deuda pública nominada en dólares (FMI, fondos de inversión y de pensiones, entidades financieras europeas, préstamos de otros Estados, etcétera) para aplazar vencimientos y reducir los tipos.

Reformar el sector público para que funcione con mayor eficiencia, eliminado el exceso de funcionarios en los tres niveles de Gobierno.

Reformar el sistema de financiación de las competencias asignadas a cada nivel de Gobierno.

Ajuste presupuestario en cada nivel de Gobierno, para eliminar a medio plazo el déficit público.

Flexibilizar los mercados de bienes y servicios para abrirlos a la competencia.

Reforma del mercado del trabajo, eliminando rigideces.

Reformar la protección social, eliminando situaciones de sobreprotección y de desincentivación de la incorporación al mercado de trabajo.

Incrementar la productividad con asignaciones públicas y empresariales para formación profesional, investigación, desarrollo, innovación e infraestructuras. Se solicitará colaboración del sector privado y del Banco Mundial para su financiación.

Saneamiento de las instituciones políticas para erradicar la corrupción.

Fijar un plazo límite para la convocatoria simultánea de elecciones en todas las instituciones políticas, de las que quedarían eliminados todos los políticos corruptos; el lema de la convocatoria sería renovación de la clase política.

Elaborado el programa, se presentaría al FMI para la negociación de un préstamo.

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