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Columna
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El inevitable conflicto que pudo evitarse

Antonio Gutiérrez Vegara

Hoy se formaliza en los órganos confederales de CC OO y de UGT la convocatoria de una huelga general para el próximo día 20 de junio.

El conflicto se ha hecho inevitable tras fracasar el último intento de negociación en el Ministerio de Trabajo el pasado martes, por la negativa del Gobierno a retirar su propuesta de reforma sobre el despido y el desempleo, como pedían los sindicatos.

Una posición sindical que puede parecer demasiado exigente a primera vista, pero que es comprensible si se tiene en cuenta que la reforma pretendida por el Gobierno no contiene contrapartida alguna con la que construir un acuerdo equilibrado.

Si se examina detenidamente el paquete de medidas, se comprobará que todas y cada una de ellas suponen retrocesos sociolaborales, por lo que es más exigente todavía pedirles a los sindicatos que acepten implicarse en una negociación partiendo de un compendio regresivo para llegar, si acaso, a paliar alguno de sus efectos, pero sin posibilidad de introducir algún avance compensador en prestaciones sociales o en la calidad del empleo.

Es, además, una mezcla de contenidos que afectan a aspectos de distinta naturaleza, difícilmente justificable.

Porque eliminar los salarios de tramitación no aporta más racionalidad al sistema de protección por desempleo, lo restringe adelantando el agotamiento de las prestaciones de los posibles beneficiarios y reduce en varios meses el tiempo de cotización, de forma que disminuye a su vez el periodo de percepción del seguro de paro tras la confirmación del despido.

Es un abaratamiento del despido improcedente, que lejos de fomentar la creación de empleo estimulará los despidos y tal vez la sustitución de empleos estables por eventuales.

Consecuencias muy negativas, máxime en momentos como los actuales, en los que se acaba de constatar que la economía española está destruyendo empleo y que la tasa de temporalidad tiende a repuntar.

Igualmente se abundará en la precarización del empleo generalizando los contratos de inserción, a los que de paso se les quita el derecho al desempleo.

Cuestiones que en todo caso serían propias de una reforma laboral a discutir en otro marco en lugar de incluirlas de rondón en una modificación de los requisitos para obtener la protección por desempleo.

Estos últimos, núcleo de la reforma, se endurecen para todos los colectivos laborales, para los que ya perciben las prestaciones y para quienes en el futuro se vieran en la necesidad de solicitarlas, sin que se facilite su extensión a los que están excluidos del sistema, especialmente los parados de larga duración, con mayores dificultades para reinsertarse en el mercado laboral, que seguirán sin percibir ninguna ayuda.

Como tampoco puede considerarse compensatorio de la supresión paulatina del acuerdo para el empleo y la protección social agraria, Aepsa (antes denominado PER), la creación de un seguro de paro contributivo para todos los trabajadores de la agricultura, concebido de tal forma que serán minoría los que puedan reunir las cotizaciones necesarias para cobrarlo -extremo éste que suele ocultarse en las informaciones ofrecidas por el Gobierno-.

Todo ello, sin necesidades financieras que urjan a tales recortes, puesto que el sistema presenta un superávit anual de 3.600 millones de euros y sin que se produzcan excesos desincentivadores en la búsqueda de empleo, dado que después de las sucesivas reformas habidas desde el año 1992, los parados españoles cobran poco -más de la mitad cobra el subsidio, que ronda los 300 euros mensuales- y durante poco tiempo -en una media inferior a los cuatro meses-.

Razones objetivas que habrían permitido un enfoque distinto de la reforma y unas negociaciones con más posibilidades de desembocar en un acuerdo.

De la forma y del tiempo escogido para presentar sus propuestas se desprende que el Gobierno tampoco ha querido evitar el conflicto, aun sabiendo por experiencia cómo impulsar unas negociaciones por caminos más constructivos.

Porque son sabedores de que las bases de una reforma se preparan de común acuerdo con los interlocutores sociales antes de presentar una propuesta cerrada en la mesa de negociaciones.

Es lo que se conoció como propiciar el cogobierno de las reformas, que tan buenos resultados dio durante en la legislatura pasada.

Y sabían también que los propios sindicatos habían presentado propuestas para la reforma de la Ley Básica de Empleo y del sistema de protección al desempleo desde el año 1998.

No se aprovechó aquella buena coyuntura y se empezaron a lanzar invectivas contra los parados en el mes de septiembre del pasado año, cuando la caída en el ritmo de creación de empleo provocó un ligero incremento en el número de los perceptores y se ha esperado a que pasase la Cumbre de Barcelona, en la que se reunió el Consejo Europeo, para aparecer como el primer Gobierno de la Unión que materializa la artificiosa teoría que culpa del paro en Europa a las coberturas sociales de los desempleados.

No se reparó en que esto es lo que no se debe hacer durante un semestre presidencial europeo y ahora se achaca a las centrales sindicales que no reparen en la imagen que su convocatoria de huelga pueda proyectar ante los socios comunitarios.

No obstante todo lo anterior, aún habría habido otra posibilidad de evitar el encontronazo, que estaba en las manos del presidente del Gobierno.

La de haberse implicado en el diálogo preparatorio y en la negociación en lugar de involucrarse en la polémica. Pero el señor Aznar ha preferido azuzar el debate con declaraciones subidas de tono, sin considerar los datos ni tampoco los argumentos aportados por los sindicatos y fuera de lugar, aprovechando cualquier comparecencia pública para descalificar a cuantos se oponen a su reforma.

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