Trump revienta la imposición mínima global en sociedades, ¿y ahora qué?
En este nuevo orden económico, todo ha cambiado para seguir igual que hace menos de un lustro

En su segundo día de mandato, el presidente Trump retiró a Estados Unidos del acuerdo global del tipo mínimo en Sociedades. Este drástico cambio de rumbo, apoyado por cerca de 140 países, pretendía que las multinacionales tributasen con un tipo efectivo no inferior al 15%. Para Trump, el acuerdo atenta contra la soberanía fiscal estadounidense y la generación de riqueza. Nada queda, por tanto, de la intención de la administración Biden de utilizar esta imposición mínima para ayudar a financiar su agenda de gasto social e infraestructuras valorada en cerca de 2 billones de dólares. La famosa Inflaction Reduction Act de 2022 implementó este tipo mínimo para empresas con más de 1.000 millones de dólares de facturación. Dicho sea de paso, con una definición de tipo mínimo no exactamente igual al del resto de países firmantes del acuerdo.
La decisión de Trump supone un jarro de agua fría a las pretensiones de la OCDE. Y, particularmente, de la UE, que ya había aprobado esta imposición mínima en 2022. La trasposición a la normativa española se retrasó in extremis a finales del pasado año. Y habría aportado más de 2.500 millones de euros anuales afectando a más de 800 grupos empresariales. Este nuevo enfoque de la administración Trump forma parte de una ambiciosa agenda fiscal que mantiene un enfoque diferente al de su predecesor. Su plan incluye la rebaja tanto del impuesto de sociedades como del IRPF, bajo la promesa de acometer la mayor rebaja de la historia para la clase media. Esta última sin concretar.
Aunque ya redujo el tipo del impuesto de sociedades del 35% al 21% y plantea bajarlo nuevamente al 15%. Para financiarla, ha apostado por los muy mediáticos aranceles a China, México, Canadá o la UE. Con esta estrategia, espera financiar la rebaja fiscal previendo que las tarifas podrían aportar más de 100.000 millones de dólares anuales. Que no serán inocuos para los ciudadanos. Según los cálculos del think tank Tax Foundation su impacto equivaldrá a una subida media de cerca de 800 euros anuales para los hogares estadounidenses. Los europeos no quedarán a salvo en caso de una guerra arancelaria. Para empezar, el arancel del 25% a los vehículos dañará aún más a la maltrecha locomotora alemana.
La aplicación del tipo mínimo a nivel global está en vía muerta. En realidad, su aplicación estaba atravesando dificultades incluso antes de las elecciones estadounidenses, con China e India rezagados en su implementación. De hecho, la OCDE lanzó un aviso a finales del año pasado instando a acelerar su puesta en práctica. Parece que la UE será su gran baluarte manifestando su intención de seguir adelante. Pero las fricciones con Estados Unidos a cuenta de los aranceles añaden mucho ruido a la posibilidad de aplicar algún tipo de gravamen mínimo a las multinacionales estadounidenses. En la primera etapa Trump, los países europeos exploraron fórmulas para evitar el traslado de beneficios hacia países como Irlanda para reducir los daños causados en las respectivas recaudaciones nacionales. Una fue el recurso a los tribunales de justicia, que no siempre dio los frutos esperados, aunque con éxitos relevantes en algunas de las sentencias del Tribunal de Justicia Europeo. Pero, en general, con procesos judiciales largos, costosos y llenos de incertidumbre sobre el resultado final. La otra, la conocida popularmente como tasa Google que gravaba las ventas de las empresas para evitar que estas corporaciones escapasen del impuesto.
El resultado fue bueno o malo, según cómo se mire. Aunque Estados Unidos contraatacó con aranceles, el juego terminó en un armisticio fiscal. A cambio de eliminar los aranceles, los países europeos suspendieron la tasa Google hasta que entrara el impuesto mínimo. El final de esta secuencia ya la conocemos. A pesar de ello, la moraleja es que la UE tiene capacidades de negociación que debe explotar.
En este nuevo orden económico, todo ha cambiado para seguir igual que hace menos de un lustro. Las potenciales beneficiadas serán las grandes tecnológicas estadounidenses. Una baja carga fiscal seguirá redundando en el acceso a liquidez abundante para acometer los grandes proyectos tecnológicos del mundo actual, como la inteligencia artificial o la computación cuántica. Por ejemplo, algunas de estas grandes compañías han anunciado inversiones superiores a los 100.000 millones de dólares.
La UE debe definir su hoja de ruta explorando fórmulas que eviten daños a los ingresos tributarios nacionales. Pero poniendo al mismo tiempo las bases para que la fiscalidad penalice lo menos posible la inversión de las empresas europeas, sean o no multinacionales. Los estímulos de Trump para que las empresas de sectores de alto valor añadido se instalen en suelo estadounidense son un hándicap para que la fiscalidad en territorio europeo no añada más incentivos a posibles decisiones de deslocalización. Si la UE se queda de brazos cruzados en el ámbito fiscal y de regulación, el diferencial tecnológico con Estados Unidos –y con otros actores como China– seguirá creciendo y el papel de la UE se empequeñecerá cada vez más en el contexto mundial.
Para concluir, no debe olvidarse que parte del desafío al nuevo orden económico surge desde dentro de la UE. Algunas de las mayores barreras no provienen de amenazas externas como los aranceles de Trump, sino de la propia arquitectura europea, cuyas diferencias internas dificultan una respuesta cohesionada. Como ha advertido Draghi, la fragmentación en regulaciones o impuestos entre los países de la Unión actúa como un arancel implícito tan preocupante como los genuinos aranceles. Ya no digamos a nivel regional donde España no es el mejor ejemplo. Falta mucha intensidad en la atención a estas cuestiones.
Desiderio Romero Jordán es catedrático de Economía Aplicada en la Universidad Rey Juan Carlos e investigador de Funcas.