Los bancos centrales, la clave de 2024 y muy probablemente también de 2025
Su impacto será paliativo; para efectos de calado, hace falta mayor credibilidad fiscal y reformas estructurales
Los bancos centrales han tenido un gran protagonismo en los tres últimos años con el ciclo inflacionario y posteriormente de desinflación, que se ha intensificado en el año que termina. Y no solamente en política monetaria. También han acogido numerosas funciones en la última década, algunas incluso que nadie hubiera pensado.
Las voluminosas compras de deuda pública –y, por tanto, actuar como soporte de las finanzas públicas de los países– son un efecto colateral –y, aparentemente, más allá de su mandato oficial– de la política monetaria desde la crisis financiera y se alargaron hasta después de la pandemia. Solamente con el proceso inflacionario que se inició a finales de 2021, los bancos centrales dejaron de comprar deuda pública y privada como si no hubiera un mañana.
No obstante, son otras funciones las que han llamado más la atención. Por ejemplo, las responsabilidades en materia medioambiental y en vigilancia de los flujos crediticios hacia empresas con actividades verdes (sostenibles) y marrones (más contaminantes). Que el sector financiero sea el eje fundamental para acometer políticas de créditos verdes, con todos los costes que suponen para esas entidades, y que el banco central tenga que regular y supervisar el desempeño en esa materia e incluso esté impulsando tests de estrés climáticos, aún sigue sorprendiendo y hubiera sido impensable dos décadas atrás.
El gran tamaño de los bancos centrales –con un gran número de funcionarios– y su credibilidad y buena reputación explican, en buena parte, que se dieran esas competencias climáticas a las autoridades supervisoras. No está claro que sea el mejor modelo para que se logren los objetivos verdes de los países, pero es el adoptado y es buen ejemplo de las nuevas funciones del Leviatán de los bancos centrales.
Tras la crisis financiera global y el menor papel de las políticas fiscales y otras acciones reformistas, los bancos centrales ganaron peso en la intervención de las economías y en salvar monedas, proyectos de unión monetaria y países. El caso del BCE ha sido claro. Ha salvado el euro, aliviado los problemas financieros de un número significativo de países y evitado nuevas crisis bancarias por sus apoyos de liquidez y compra de bonos.
Ese papel de salvador lo convirtió en el receptor de nuevos encargos de los Gobiernos, ante la inacción de estos para poder llevar a cabo algunos de sus objetivos de políticas económicas. Ya hemos mencionado el quizás excesivo papel de los bancos centrales en las políticas de sostenibilidad. Sin embargo, no ha sido el único ejemplo. Otro es el rol de las decisiones de política monetaria para reactivar la economía –como ahora en la zona euro– o para reducir la inflación (hasta hace unos meses).
Con las limitaciones que las acciones de política fiscal tienen para impulsar suficientemente, por ejemplo, la economía europea o las que tuvieron para enfriarla cuando se padecía de inflación, la política monetaria ha sido la única con una función determinante. La política fiscal siguió siendo expansiva en la Unión Europea, a pesar de la inflación, en 2022-2024, y ahora está por ver si en Estados Unidos, realmente la política fiscal pasa a ser restrictiva en 2025 con la llegada de la nueva Administración Trump o si todo (o casi) se fiará a que la Reserva Federal decida pausar la bajada de tipos para seguir luchando contra la inflación.
Es verdad que, en esta ocasión, las subidas de los tipos de los bancos centrales han bajado la inflación sin causar recesión severa, pero también es cierto que sería bueno no depender solamente de la caja de herramientas monetarias y que la fiscalidad y las reformas vuelvan a jugar su papel.
Si en 2024 la política monetaria ha desempeñado un papel determinante para la reducción de la inflación, casi a niveles de la referencia objetivo (que es el 2%), en 2025 también será muy importante, pero por otras razones. Los caminos del Banco Central Europeo y la Reserva Federal se bifurcarán y habrá más bajadas en la zona euro que en Estados Unidos.
Las palabras de Powell hace unos días tras la última reunión de la Fed, anticipando un cierto frenazo en los recortes, ya se han notado en el coste de la deuda pública en todo el mundo, que se ha encarecido. Hay que seguir la evolución de este asunto. Aunque al raquítico crecimiento de la Eurozona –con excepciones como España y otros países del sur de Europa– le vendrán bien los descensos de los tipos previstos en 2025, que agradecerán familias y empresas, el que la Fed no vaya a bajarlos tanto puede suponer indirectamente una limitación a los efectos positivos que se sentirán en la economía del norte y centro del Viejo Continente.
A eso se le puede añadir la incertidumbre sobre la posible subida de los aranceles y la importación de una inflación más elevada desde Estados Unidos, junto a probablemente un dólar más caro. Pueden ser nuevos obstáculos para el crecimiento europeo. Seguimos en este lado del Atlántico dependiendo del banco central –y sus políticas; fundamentalmente, la monetaria– y así parece que continuará en 2025. Sin embargo, serán efectos positivos paliativos. Los de calado, de largo plazo, requieren de mayor credibilidad fiscal y reformas estructurales –al estilo de los informes de Enrico Letta y Mario Draghi–, que exigen una gran ambición política, que por ahora no se ve en la Unión Europea y que empezarían a sacarnos en serio del embrollo y falta de dinamismo en el que se encuentra su economía.
Santiago Carbó Valverde es catedrático de Economía de la Universitat de València y director de estudios financieros de Funcas