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Para Pensar
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El regreso de ‘Mamá Estado’

Hemos vivido el ‘Estado Leviatán’ de la regulación y también el ‘Papá Estado’ del Estado del Bienestar. El que vuelve a Telefónica no es ni el uno ni el otro

Sede de Telefónica en Las Tablas, Madrid.
Sede de Telefónica en Las Tablas, Madrid.Pablo Monge (CINCODIAS)

El Estado que regresa a Telefónica, 26 años después de abandonar totalmente su accionariado, no es el mismo de entonces. Primero, ahora hay menos doctrinarismo que en pleno furor neoliberal de privatizarlo todo (Alemania, Francia o Italia mantuvieron presencia en sus respectivas empresas de telecomunicación) y, segundo, el contexto internacional es radicalmente distinto, lo que dota a la presencia del Estado de un contenido muy alejado del viejo debate entre público y privado. Aunque algunos, por indigencia intelectual, se limiten a repetir clichés de antaño.

Hoy, el nacionalismo económico está en alza. En las autocracias (China, Rusia…) pero, también, en Occidente: EE UU, bajo la bandera de la Ley IRA (Inflation Reducción Act de 2022) y en UE, con iniciativas como la Autonomía Estratégica Abierta de 2023, un giro que se ancla en dos realidades: recuperación de medidas proteccionistas (Biden promete, ahora, subir aranceles en acero y aluminio frente a China) que fragmentan el mercado global y recuperación del papel del Estado como impulsor/financiador de inversión en sectores claves (chips, cambio climático etc.). Esta nueva realidad es respuesta a tres cambios disruptivos: la conversión de China en la mayor amenaza tecnológica, comercial y política para Occidente; la debilidad constatada por el elevado nivel de dependencia de occidente en productos estratégicos de China o Rusia (la pandemia fue un ejemplo) y el resurgimiento de la guerra como método legitimado por las autocracias para establecer un orden internacional alternativo. A ello se une la evidencia de que Europa pierde peso al estar quedándose rezagada respecto a EE UU y a China.

Este tercio del siglo XXI se está construyendo, en gran parte, como reacción al fracaso de aquellos dogmas neoliberales con que vivimos el primer tercio. Cuando el presidente Reagan dijo que “el Estado es el problema”, olvidó decir que lo era, sobre todo, para los abusones que prefieren actuar sin reglas, ni controles, no para aquellos millones que sobreviven gracias a su protección. Y que la libertad que predicaba era la del zorro en el gallinero, como vimos en la crisis financiera internacional de 2008 que si no pasó a catástrofe mundial fue, precisamente, porque se llamó al Estado al rescate del sistema bancario en todos los países occidentales con independencia del partido que gobernara. Sin la intervención del Estado, regulando y financiando, la crisis del libre mercado, un falso fetiche, habría sido mucho más dañina de lo que ya fue.

El neoliberalismo que se autoproclamó triunfante a la caída del muro de Berlín es hoy rechazado, incluso, por verdaderos liberales, que le acusan de impulsar políticas que han generado enormes riquezas para los pocos e inseguridad y desigualdad para los demás en lo que Martin Wolf ha llamado “cuarenta años de fracaso de las élites”.

La presencia del Estado es claramente hegemónica en las autocracias, con China y Rusia como mejores ejemplos de lo que el viejo marxismo llamaba capitalismo monopolista de Estado: construyendo un modelo de capitalismo ad hoc, desde y al servicio de, un estado controlado por un partido o por una persona.

Pero dicha presencia no es menor en los países democráticos occidentales con capitalismo y empresas privadas. Desde la labor legislativa y de regulación (lo que explica los intentos de captura que sobre él ejercen los grupos de interés), hasta el control del cumplimiento de las reglas (EE UU ha denunciado judicialmente a los grandes grupos digitales por abuso de posición dominante e impedir la competencia), los diferentes servicios económicos esenciales de los que se encarga (infraestructuras, redes de comunicación, etc.) y, también, los servicios públicos prestados a sus ciudadanos: sanidad, educación, etc.

Incluso después de los 11 años de mandato de la neoliberal Thatcher, el peso del gasto público británico sobre la economía apenas si bajó cuatro puntos hasta situarse en el 40% cifra que su sucesor, también conservador, incrementó enseguida: los neoliberales, respecto al Estado, decían una cosa, pero practicaban otra. Por ejemplo, ni una sola de las privatizaciones de empresas impulsadas por los conservadores españoles favoreció la competencia y todas acabaron controladas por personas próximas al poder privatizador.

Después del ejemplo de la crisis financiera internacional donde, según el FMI, los bancos de ocho países recibieron en torno a 1.200 millones de dinero público en sus rescates, la pandemia fue otro ejemplo de la necesidad de un Estado para hacer frente a situaciones para las que ni el mercado, ni lo privado, están preparados.

Así, hemos vivido el Estado Leviatán (regulador, supervisor, sancionador), el Papá Estado de la igualdad de oportunidades y el cuidado asociado al Estado del Bienestar y ahora, se anuncia Mamá Estado: aquel que, sin renunciar a ninguna de estas dos funciones, incorpora la tarea de garantizar la seguridad estratégica de sus ciudadanos para lo que debe preparar, impulsar, incentivar, ayudar al emprendimiento, la competitividad y la sostenibilidad de su economía, de la mano del sector público cooperando con un sector privado que piensa en todos sus stakeholders y no solo en sus shareholders.

El debate se plantea en Europa a un doble nivel: qué cambios hacer si el nuevo nacionalismo económico lo definimos a escala europea (el Informe Letta y las propuestas de Draghi centran los términos actuales de la discusión, conscientes de que hace falta un salto adelante radical) y, en todo caso, la tarea de los Gobiernos nacionales es consensuar, internamente, la definición de sectores estratégicos y los mecanismos mediante los cuales, Mamá Estado debe garantizar su desarrollo y protección. Entre otros, con presencia accionarial o no, en empresas privadas de defensa, microprocesadores o comunicación en un nuevo enfoque de colaboración público-privada.

Demasiadas cosas han cambiado como para analizarlas con esquemas periclitados del pasado. Porque también aquí, para articular políticas de país, la escalada de crispación en que, algunos, quieren situarnos, va contra los intereses de España. Porque quien, en su caso, debe proteger, incluso como accionista, a las empresas estratégicas, no es un Gobierno, sino el Estado. Democrático, por supuesto.

Jordi Sevilla es economista

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