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Escrito en el agua
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El futuro económico alemán y europeo sigue atrapado en la amenaza rusa

La guerra de Ucrania entra en su tercer año, la recesión acecha y se impone la necesidad de un descomunal gasto en defensa

Guerra de Rusia en Ucrania
ALINA SMUTKO (REUTERS)

Alemania atraviesa una profunda apatía económica que la lleva al borde de la depresión, y Europa, si la esquiva, será por unas tristes décimas. La mutación de las políticas económicas para corregir los supuestos desvaríos de la globalización, primero, y la metamorfosis geopolítica desde la invasión de Ucrania que exigirá grandes inversiones en defensa, después, han envuelto a Alemania y a Europa en una encrucijada de complicada resolución para mantener sus niveles de prosperidad e influencia en el mundo.

La germánica es la primera economía de Europa, con un peso del 25% en la Unión Monetaria, y la salud de su motor condiciona irremediablemente el buen funcionamiento de todo el continente. Por ello, su contribución a las decisiones políticas de la Unión ha sido siempre determinante, tanto cuando impuso austeridad para superar la crisis de deuda, como cuando aceptó poner fondos sin medida para recomponer los modelos de crecimiento tras la pandemia, a sabiendas de que los perceptores más beneficiados de tal experimento serían España e Italia.

Pero ahora está tan atrapada estratégicamente como lo está en términos geográficos en esta especie de nueva guerra fría o paz caliente desatada en los últimos años. Atrapada por el revisionismo de la globalización instigado por EEUU y China y colectivos sociales poderosos en toda Europa, y atrapada por la amenaza rusa que arrancó en 2014 con la anexión de Crimea y continuó con la invasión de Ucrania.

Atrapada hasta el punto de que tiene que revisar intensamente su modelo de crecimiento económico, al igual que Europa tiene que revisar con no menos intensidad su modelo de defensa. No se trata de llevar las cosas al extremo de una economía prebélica, ni mucho menos; pero sí de gastar en la seguridad del continente buena parte de lo que hasta ahora se ha delegado en el esfuerzo presupuestario americano, y que sin delicadeza alguna recuerda siempre que puede el único presidente de EE UU que podría serlo por segunda vez desde enero de 2025.

Si hubo un tiempo no muy lejano, pongamos que hace un centenar de años, que ser vecino de Alemania era sinónimo de riesgo, hoy, como hace también un centenar largo de años, es arriesgado ser vecino de Rusia. Y Alemania y Rusia, son vecinos, aunque no compartan ni un kilómetro de frontera. Históricamente, las decisiones de uno, implican y complican al otro. Y si Alemania manejó políticamente al destino de Rusia en 1917, en los meses finales de la Primera Guerra, la Rusia bolchevique, tras repartirse Polonia con los nazis en 1939 y encajar la invasión alemana de su territorio en 1941 y poner 20 millones de muertos, devolvió el agravio en la Segunda llegando a Berlín y quedándose allí. Ahora, cien años después, tras el hundimiento del régimen comunista a finales del siglo pasado, la secular Rusia imperialista amenaza el estatus alemán y europeo.

Conviene recordar que Alemania es un actor decisivo en el golpe de Estado de los bolcheviques en octubre de 1917. La Alemania entonces en conflicto con medio mundo precisaba una expansión geográfica hacia el este por motivos de extracción económica para sostener la guerra, así como la pacificación del frente ruso para liberar recursos contra Francia, Inglaterra y EE UU.

Como relata en detalle el ensayista austríaco Stefan Zweig, Alemania envió el 9 de abril de 1917 desde la estación de Zurich (Suiza) un tren blindado hasta San Petersburgo (entonces Petrogrado) en el que viajaban una treintena de revolucionarios rusos exiliados, entre ellos Lenin y Stalin, con la aviesa intención (convenientemente negociada antes, según la mayoría de los historiadores) de que tomasen el poder por las bravas y firmasen un armisticio que liberase el frente oriental alemán.

Tras varios golpes fallidos, todos financiados y asistidos por agentes alemanes, triunfó el del 25 de octubre con la toma del Palacio de Invierno de San Petersburgo. Rusia entró en una agotadora guerra civil que los bolcheviques solo podían ganar si cerraban el frente alemán, y así lo hicieron en el tratado firmado en Brest-Litovsk el 3 de marzo de 1918, pero perdiendo una inmensa parte de su territorio, ya ocupada por los germanos, que devoraban kilómetros de terreno ucraniano, polaco y ruso a marchas forzadas para condicionar el armisticio. Las condiciones de los alemanes eran de todo punto abusivas, y lograron triplicar el territorio del imperio del Kaiser: Rusia renunció a las conquistas zaristas de siglos, como Polonia, Finlandia, Estonia, Letonia y Lituania, además de admitir la independencia de Ucrania como protectorado alemán de facto.

Rusia perdió el 26% de la población, el 37% del territorio cultivable de alta fertilidad, el 28% de su industria, el 26% de las líneas de ferrocarril y tres cuartas partes de sus reservas de hierro y carbón (La Revolución Rusa, Richard Pipes; Penguin Random House, 2016). Pero la Historia sigue girando y no tiene fin, y en la Segunda Guerra lo recuperó con creces vía militar, y tras el repliegue obligado por el hundimiento de la Unión Soviética en 1991, la política imperialista nostálgica del Kremlin ha vuelto a las andadas.

Tras la penetración en Crimea en 2014, ha llegado la ocupación de una buena parte de Ucrania en 2022, y la alerta en los vecinos del gigante euroasiático está en grado incandescente por las abiertas amenazas del autócrata Putin. Cada vez más europeos creen que Ucrania no puede ganar el conflicto, y cada vez se promueve más desde las esferas de decisión geopolítica una paz a cambio del territorio ocupado. Como en Brest-Litovsk en 1918, pero al revés. Una humillación para Ucrania, … y una seria advertencia para Europa y su proyecto de futuro.

Toda Europa tiene su economía en el disparadero, y dentro de la eurozona con especial intensidad el motor de mayor cilindrada, Alemania. Desde la caída del Muro de Berlín, la economía germana disfrutaba con la dependencia energética de Rusia a precios razonables, además de la vastedad del comercio con China y de la protección garantizada por una institución militar que soportaba EE UU. Pero volvamos al principio: el revisionismo de la globalización ha generado proteccionismo y la soberanía comercial que Alemania tenía, se ha reducido drásticamente.

Norteamérica prima la producción en su país e incentiva con desmesura la repatriación de la inversión productiva (a resultas de ello, Alemania ha visto evaporarse el proyecto de Tesla de fabricar baterías en Berlín, y ha doblado la subvención a Intel para retener una factoría de chips en Magdeburgo); China, con calculada amistad con Rusia, reduce el espacio a las exportaciones germanas y trata de imponer sus subvencionadas manufacturas sobre las que Alemania era líder; y Rusia, con calculada amistad con China, corta y encarece la energía fósil que antes ofrecía barata y en abundancia, además de dosificar la provisión de materias primas claves para la alta tecnología.

Alemania, que había apostado todo por cerrar sus nucleares y activar la energía renovable, vive desde hace dos años la zozobra económica de la recesión, e impone un crecimiento lánguido al resto de socios europeos. Y además se encuentra con el agravio de las autolimitaciones financieras y la necesidad de reforzar sus inversiones en seguridad por los riesgos del expansionismo ruso y el aislacionismo americano en defensa si repite Trump. La frase del canciller Olaf Scholz en la conferencia de seguridad de Múnich es alarmante: “Debemos abandonar la industria manufacturera y centrarnos en la producción de armamento a gran escala. La amenaza rusa es real”.

Alemania, y Europa entera, están en una revisión integral de su modelo de actividad industrial, con apuestas decididas en tecnología y en energía limpia. Pero en paralelo deberán atender a una defensa que absorberá muchos euros. Los socios europeos de la OTAN gastarán este año 342.000 millones de euros en ello, un 2% de su PIB, y Alemania llegará a tal cota con 77.000 millones. Mal asunto, porque todo ese dinero de los tanques habrá que detraerlo de otras actividades más agradables como la mantequilla.

La Historia sigue girando, y, pese a las luminosas apuestas de Francis Fukuyama, no tiene fin, y sí una tenebrosa tendencia a repetirse.

José Antonio Vega es periodista

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