Las tensiones de la agenda verde europea
La descarbonización de la economía es un compromiso ineludible, pero una planificación con fisuras puede ser el mayor obstáculo para culminarla
La estrategia de descarbonización que ha emprendido Europa, decidida a liderar la nueva revolución industrial verde, ha dado lugar a una hoja de ruta exigente y ambiciosa, pero con una elevada factura tanto a corto como a medio plazo. Los gobiernos y las instituciones comunitarias han fijado un meta final, el año 2050, y unos objetivos intermedios de descarbonización cuyos principales destinatarios son las empresas y la industria, los cuales deben avanzar hacia unos estándares efectivos de saneamiento medioambiental. Hasta la irrupción de la pandemia de Covid-19, el estallido de la guerra de Ucrania y el inicio de la crisis energética, la opinión pública europea apoyaba prácticamente sin fisuras esa agenda. Pero la constatación de la fuerte dependencia energética de la UE, las amenazas de cortes de energía y de un posible desabastecimiento, y los mensajes por parte de los gobiernos sobre la necesidad de ahorrar consumo han comenzado a agitar el debate sobre el coste de esa estrategia también para el ciudadano, pese a los esfuerzos de los gobiernos por reducir la carga de la factura.
A la toma de conciencia de que las políticas medioambientales no son gratis ni su coste recae únicamente sobre las empresas, sino que tienen unas consecuencias para los ciudadanos, se une el reconocimiento por parte de las instituciones europeas de las dificultades para cumplir con algunos de los plazos marcados en las políticas de transición. Un ejemplo paradigmático lo ha protagonizado la industria de la automoción, fuertemente presionada por la prohibición de vender automóviles con motores de combustión a partir de 2035, que ha visto de la noche a la mañana cómo Alemania ha logrado arrancar un acuerdo de Bruselas para levantar el veto y permitir los combustibles sintéticos más allá de esa fecha. También la taxonomía verde se ha visto forzada hasta el extremo por las limitaciones que impone el pragmatismo energético, una tensión que se ha mal resuelto con la polémica inclusión del gas y de las centrales nucleares, lo que supone equipararlas a las energías renovables en los programas de finanzas sostenibles.
La puesta en marcha de un proceso de descarbonización industrial para frenar el deterioro medioambiental constituye un compromiso ineludible para Europa, pero el riesgo de una planificación mal diseñada tanto en la estrategia como en los tiempos y los costes puede acabar convirtiéndose en el mayor obstáculo para culminar ese objetivo con éxito. Se trata de una contradicción lo suficientemente relevante como para merecer una profunda reflexión política, socioeconómica e institucional.
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