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Escrito en el agua
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Ferrovial, la libertad de empresa y la seguridad jurídica

La multinacional busca financiación más accesible y barata, crecer donde hay negocio concesional y que aflore en su capitalización

Sede de Ferrovial en Madrid.
Sede de Ferrovial en Madrid.FERNANDO ALVARADO (EFE)

El artículo 38 de la Constitución de 1978, todavía vigente en España, “reconoce la defensa de la libertad de empresa en el marco de la economía de mercado. Los poderes públicos garantizan y protegen su ejercicio y la defensa de la productividad, de acuerdo con las exigencias de la economía general y, en su caso, de la planificación”; un derecho, consagrado también en los tratados comunitarios, por los que velará el presidente Sánchez durante el segundo semestre del año como presidente de la UE, y que ampara a cuantos emprendedores quieran poner en marcha proyectos empresariales para desarrollar su actividad, sin más límite que las leyes del territorio.

Un derecho que quiere ejercitar Ferrovial, como otras empresas españolas antes, localizando su sede social fuera de España para facilitar su crecimiento, pero dentro del territorio comunitario, y al que el Gobierno y sus corrientes internas están poniendo zancadillas impropias de una democracia avanzada, con declaraciones preocupantes para la propiedad privada. Una escalada que no ha encontrado freno una semana larga después del anuncio de la empresa, y que amenaza con convertir a la multinacional de infraestructuras y a su presidente en un pim pam pum expiatorio en la campaña electoral en que se va a convertir este año.

Más allá de las descalificaciones injustificadas que el propio presidente del Gobierno ha hecho de las intenciones libérrimas de Ferrovial y de su presidente, parece preocupar mucho a Moncloa que el traslado de sede pueda fundamentarse en una deficiente seguridad jurídica del país. Pero el Gobierno debe saber que la seguridad jurídica tiene un haz objetivo y un envés subjetivo, y no siempre guardan la coherencia debida, y en España ahora desde luego no la guardan.

La parte objetiva es la garantía legal del ejercicio libre de la actividad empresarial e inversora, sobre la que caben pocas consideraciones, aunque no debemos olvidar que el clima para hacer negocios en España ni es el mejor del mundo ni ha dejado de deteriorarse en los últimos años, como reconocen todos los rankings internacionales. La parte subjetiva e intangible de ese concepto tan poliédrico que es la seguridad jurídica es la percepción de los empresarios e inversores, y la conforman, más allá de las normas, el clima público creado por el Gobierno.

Y admite poca discusión que las declaraciones públicas de varios miembros del Consejo de Ministros en los últimos tres años, de las que ha participado y jaleado en muchas ocasiones el propio presidente del Consejo, no generan el clima más adecuado para instalar empresas en el país; han abundado los mensajes que demonizan la creación de riqueza y empleo y aplauden únicamente su reparto, encubriendo muchas veces una descarada estrategia divisiva que busca la compra de voluntades políticas.

No las voy a repasar, porque en la mente de todos están bravuconadas cuasi revolucionarias de Garzón, Belarra, Montero o Díaz contra empresarios concretos, en un ejercicio de señalamiento público que no tiene pase en una sociedad libre y en una economía de mercado. Muchas veces, al riesgo-país los inversores han sumado el riesgo-gobierno que sus miembros menos instruidos han generado.

La seguridad jurídica y el buen clima para los negocios se construye también con inequívocos mensajes de apoyo, y se cercena con diatribas sectarias si proceden del escalón más alto de la pirámide de poder. El Gobierno saca a relucir el crecimiento de la inversión pública en el último año cada vez que aparece la duda sobre la sacrosanta seguridad jurídica; pero se ha preguntado cuánta más inversión habría localizado sus reales aquí si tales alegatos contra la actividad empresarial se hubiesen ahorrado.

Cuando Ferrovial ha anunciado que someterá a juicio de sus accionistas el traslado de sede a Países Bajos para poder terminar cotizando en Estados Unidos, donde concentra la mayor parte de su negocio, solo la vicepresidenta primera ha aceptado mirar en detalle qué obstáculos encuentra la empresa para ver si pueden corregirse, y facilitarle la vida a otras empresas que, tras esta, quieran aventurarse a algo parecido.

Eso sí es tratar de mejorar el clima de negocios, algo a lo que debería haberse entregado todo el Gobierno desde el primer día, en vez de convertir el asunto en casus belli con prolongación electoral. El parón en la globalización está reubicando buena parte de la industria en el mundo, y es el momento, sobre todo en países muy necesitados de inversión externa, de poner alfombra roja a las empresas, en vez de cepos de caza mayor.

En todo caso, la vicepresidenta Calviño, pese a admitir que hay cosas que mejorar, se ha dejado llevar también por los brochazos gruesos, tales como que Ferrovial le “debe todo a España”, en un arrebato de nacionalismo económico que no aguanta medio debate. Ferrovial nunca fue una empresa pública; lo que ingresó del Estado lo hizo como pago a la construcción de obras ganadas legítimamente en concurso público y en competencia con otras compañías; y si tiene el 84% de su negocio fuera, en algunos de los mejores activos concesionales del mundo, es por la buena gestión de sus directivos, utilizando los recursos legalmente logrados en España y la confianza lograda de los inversores.

España pasó una crisis financiera brutal en la primera década de este siglo, y si algo queda de la burbuja que lo provocó, son un renovado parque inmobiliario de 27 millones de viviendas, y la internacionalización de la empresa española. Santander, Telefónica (ésta si fue pública), Repsol (ésta también), ACS, Inditex, Ferrovial, Grifols, Acerinox, Iberdrola, BBVA, Cellnex, etc. han ennoblecido más la marca España que muchos de sus gobiernos.

Ferrovial, como sus pares, es española; pero no es de los españoles: es de sus accionistas. Y sus accionistas parece que quieren que “su” empresa abandone el enanismo corporativo propio de país al que están condenadas muchas empresas por no dar saltos fuera de las fronteras; quieren que crezca y lo haga allí donde hay oportunidades de negocio. La empresa de Del Pino facturó 3.700 millones de euros en obra pública en España en 2007, pero el año pasado sólo 700, simplemente, porque España ya no tiene recorrido en ese negocio, porque sus infraestructuras ya están hechas. ¿Qué les ha pasado a empresas constructoras que se limitaron al negocio doméstico y les dio vértigo salir fuera? Repasen los ejemplos, que hay muchos.

Ferrovial, que mantendrá en España sus 5.500 trabajadores y sus parcos negocios nativos, busca también mejorar su financiación radicándose en un país con triple A, y en una plaza con verdadero mercado de capitales conectado con EEUU, algo de lo que no disfrutan países como España, tal como ha recordado Christine Lagarde por la lentitud de la construcción Europa. No debemos olvidar que muchas empresas vieron su financiación atrapada y encarecida por el rating que tenía el reino de España en el pasado, pese a contar con mejores fundamentales que el propio Estado.

El presidente Sánchez debe reflexionar si esta campaña contra una empresa y sus directivos, que pagan y seguirán pagando sus impuestos y ajustando sus vidas a las leyes, así como otras emprendidas en el pasado, son el mejor expediente para presidir desde julio una Unión Europea que consagra como la libertad de empresa y el libre desplazamiento de personas, mercancías y capitales.

José Antonio Vega es periodista

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