El desafío del “buen trabajo” en la era de la Inteligencia Artificial Generativa
El reto no es resistir el cambio tecnológico, sino asegurar que contribuya a crear y mantener empleos que sean dignos, estables, y satisfactorios.
El jueves pasado tuve la oportunidad de dar una conferencia sobre calidad del empleo, o «buenos empleos», y cambio tecnológico. Esta estuvo enmarcada en el VII Congreso sobre Empleo organizado por el Departamento de Trabajo y Empleo del Gobierno Vasco. Una oportunidad magnífica para detenerse a reflexionar sobre cómo la nueva inteligencia artificial generativa (IAG) puede impactar en nuestra forma de trabajar y en la calidad de nuestro empleo. Vengo a resumir parte de lo contado, así como de lo oído, en esta magnífica cita en la maravillosa ciudad de Vitoria.
No cabe duda de que la revolución tecnológica que estamos viviendo, especialmente con el surgimiento de la IAG, está transformando radicalmente el mundo del trabajo. Es obvio que en medio de esta transformación surja una pregunta fundamental que nos hacemos los académicos, pero especialmente quienes tienen que tomar decisiones sobre políticas activas de empleo, políticas educativas o de cualquier otra índole que afecte a nuestra dimensión laboral o empresarial: ¿Cómo podemos asegurar que los empleos del futuro sean «buenos empleos»?
Lo primero que debemos hacer es enmarcar qué entendemos por «buen empleo», idea que queda claro va mucho más allá de la simple remuneración económica. Un análisis pormenorizado de lo hecho, escrito y estudiado hasta ahora nos revela que lo que entenderíamos por «buen empleo» engloba aspectos como la dignidad y el respeto en el trabajo, la estabilidad y seguridad laboral, las oportunidades de crecimiento profesional, el equilibrio entre trabajo y vida personal, y un sentido de propósito en el empleo. Todo ello condicionado por un contexto actual, donde el 44 % de las habilidades laborales se verán alteradas según el Foro Económico Mundial. Así, mantener estos estándares se convierte en un desafío mayúsculo en un contexto de automatización intensa.
No podemos afirmar que en estos últimos años hayamos avanzado hacia la generalización de los buenos empleos, en particular en España. Así, numerosos datos son reveladores: la precarización laboral post-crisis 2008 y la creciente desigualdad salarial han erosionado la calidad del empleo en muchos sectores. España, en particular, muestra indicadores preocupantes en términos de trabajo involuntario a tiempo parcial y estrés laboral, según indicadores de la OCDE. La rotación laboral, aunque ha mostrado cierta mejoría en los últimos años, sigue siendo un problema significativo que afecta a la estabilidad y calidad del empleo.
Así pues, tanto el momento como la coyuntura actual implica una elevada preocupación ante qué podrá añadir la IAG a esta tendencia. Los anteriores avances tecnológicos (la computerización y robotización) han creado una dualidad laboral, una polarización, donde unos han ganado y otros han perdido, no particularmente en empleo sino vía ingresos y precarización. Por lo tanto, es razonable pensar qué efectos añadidos a los anteriores tendrá la IAG sobre el empleo, su remuneración y su calidad.
Sin embargo, me atrevería a decir que lo que empezamos a saber, aunque aún lejos de ningún consenso, no pinta un futuro tan apocalíptico como algunos quieren entender (hablo solo de empleos y ganadores entre trabajadores). Así, la implementación de IAG ha llevado a aumentos significativos en la productividad: 14% en tareas de soporte técnico, 25% en consultoría, y hasta 40% en escritura profesional, según un trabajo de los economistas Noy y Zhang en 2023. Más importante aún, las empresas que han adoptado la automatización con IAG de algunas tareas han experimentado un crecimiento del empleo. Estos datos sugieren que la tecnología, bien implementada, puede crear más y ¿mejores? empleos.
No obstante, el impacto de la IAG no es uniforme y presenta desafíos significativos. Según algunos estudios recientes como el de Toni Roldán, muestra que los trabajadores más cualificados tienden a beneficiarse más de estas tecnologías, lo que podría ampliar las brechas existentes. Otros han mostrado, sin embargo, lo contrario, pero en esos casos, dicha ganancia marginal de los trabajadores menos cualificados se observa en tareas muy concretas donde la curva de aprendizaje no es larga. Además, existe una dimensión de género que introduce un nuevo reto para las autoridades, la distribución por género de los efectos muestra disparidades a tener en cuenta: más mujeres (62%) que hombres (54%) verán sus empleos complementados por la IAG, pero también más mujeres (8% frente a 5%) están en riesgo de desplazamiento laboral. Esta realidad exige políticas específicas para evitar que la transición tecnológica amplíe las desigualdades existentes.
La clave para navegar esta transición reside en la formación y el desarrollo de habilidades. Sorprendentemente, las denominadas «habilidades blandas» —comunicación, resolución de problemas, trabajo en equipo— emergen como fundamentales junto a las competencias digitales. Sin embargo, la educación no está particularmente orientada a reforzar dichas habilidades blandas, mientras, en España, además, el 90% de los trabajos requieren competencias digitales básicas, cuando solo el 64% de la población entre 16 y 74 años las posee. Esta brecha de habilidades representa tanto un desafío como una oportunidad para la formación y el desarrollo profesional y la mejora de los estándares de calidad en el empleo.
Así, concretando, en el apartado del qué hacer varias son las recomendaciones. Por un lado, para construir y mantener «buenos empleos» en la era de la IAG, necesitamos un enfoque integral que involucre a todos los actores sociales. Las empresas deben invertir en formación continua y crear entornos que fomenten tanto el desarrollo técnico como las habilidades interpersonales. Los gobiernos deben actualizar los marcos regulatorios para proteger los derechos laborales en nuevas modalidades de trabajo digital. Pero, junto a ello, el sistema educativo debe evolucionar para preparar a las personas no solo en habilidades técnicas, sino también en capacidades adaptativas y sociales.
La IAG no es una amenaza inevitable para el «buen trabajo», sino una herramienta que puede potenciar la calidad del empleo si se gestiona adecuadamente. Los datos muestran que los trabajadores con acceso a IAG pueden alcanzar en dos meses niveles de rendimiento que normalmente requerirían seis meses de experiencia. Además, la tecnología puede liberar a las personas de tareas repetitivas y permitirles concentrarse en aspectos más creativos y satisfactorios de su trabajo.
El verdadero reto no es resistir el cambio tecnológico, sino asegurar que este cambio contribuya a crear y mantener empleos que sean dignos, estables, y satisfactorios. Necesitamos un nuevo contrato social que reconozca que la calidad del empleo es tan importante como la cantidad, y que la tecnología debe servir para mejorar, no deteriorar, las condiciones laborales.
La revolución de la IAG nos ofrece una oportunidad única para repensar el trabajo. Si actuamos con visión y determinación, podemos usar esta tecnología para crear más «buenos empleos», reducir la desigualdad y mejorar la calidad de vida de los trabajadores. El futuro del trabajo será lo que decidamos construir hoy.