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FONDOS EUROPEOS
Tribuna
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Comportamiento preocupante de la inversión pública

Las ayudas públicas juegan un papel crucial en el desarrollo de cualquier país

Nacho Álvarez
vivienda
. Vista de tejados de Madrid desde el edificio de la SER en la Gran Vía.Samuel Sánchez

En cualquiera de las economías de la UE la inversión pública es sólo una pequeña parte de la inversión total. En España, por ejemplo, la tasa de inversión alcanza el 20% del PIB, siendo la parte pública el 3%.

Ahora bien, más allá de estas cifras, la inversión pública juega un papel crucial en el desarrollo de cualquier país: financia la construcción de infraestructuras esenciales, fomenta la innovación y el cambio técnico, ayuda a reducir las desigualdades regionales y sociales, estimula la demanda agregada a corto plazo y la productividad a medio y largo plazo, y contribuye a la estabilización económica en períodos de crisis, cuando el sector privado retrae su inversión. Además, la inversión pública es determinante para afrontar procesos de transformación estructural en cualquier economía.

A pesar de esta importancia, la inversión pública ha experimentado en España un comportamiento preocupante durante las últimas décadas. Entre 2010 y 2015 —como consecuencia de las políticas de austeridad— se redujo más de un 100%, con un recorte de 33.000 millones de euros. Ni siquiera la recuperación del crecimiento económico, a partir del 2015, permitió el restablecimiento de esta inversión que, a finales de 2023 era todavía un 40% inferior a la de 2009.

De hecho, tal y como se puede ver en el Gráfico 1, España vivió después de 2010 una auténtica década perdida, adentrándose en un periodo en el que la inversión pública neta pasó a ser negativa, no pudiéndose ni siquiera atender la cobertura de las amortizaciones necesarias para cubrir la depreciación del capital.

Inversión pública Gráfico

En el Gráfico 1 podemos observar también otro hecho remarcable: a partir de 2020 se produce un importante cambio de tendencia, iniciándose una intensa recuperación del esfuerzo inversor. El cambio de paradigma en la gestión de la crisis del COVID-19, junto con los fondos Next Generation, permitieron elevar rápidamente los niveles de inversión pública. Así, y a diferencia de lo sucedido en las crisis de 1993 y 2007, la inversión pública actuará a partir de 2020 como elemento estabilizador de la demanda agregada, abandonando su carácter pro-cíclico.

El programa de inversiones desplegado por España tiene una ambiciosa dimensión, habiéndose incorporado a los Presupuestos Generales del Estado de 2021-2023 una media de casi 30.000 millones de euros anuales de nueva inversión.

No obstante, el rasgo más relevante de este programa de inversiones no es tanto su notable dimensión, sino su pretensión transformadora. Más allá de buscar una rápida recuperación económica tras la pandemia, el Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia ha querido movilizar la inversión pública −a diferencia de lo que sucedió con el PlanE de 2008-2010− para modernizar el tejido productivo e impulsar las transformaciones estructurales pendientes en nuestro país.

Con este propósito —y siguiendo la filosofía de Mariana Mazzucato— se decidió concentrar la inversión en proyectos específicos de gran envergadura, implementados en sectores clave con fuertes efectos multiplicadores y capacidad de arrastre hacia el resto del tejido empresarial (energías renovables, hidrógeno, microchips y semiconductores, vehículo eléctrico, descarbonización industrial, sector aeroespacial…). Estos PERTE —con más acierto en unos casos que en otros— constituyen el primer intento por desarrollar una auténtica política industrial desde hace décadas.

Preservar este cambio de tendencia en la inversión pública y afianzar la nueva estrategia industrial debe ser una prioridad de nuestra política económica. Será necesario evaluar los PERTE y, seguramente, reorientar alguno de ellos. Pero, en todo caso, sin mantener el esfuerzo inversor no se podrá hacer frente a los retos estructurales que tenemos.

Es más, la División de Políticas Fiscales del BCE estimaba recientemente que los países de la UE necesitan impulsar una inversión pública —adicional al programa Next Generation— de más de 900 mil millones de euros durante el periodo 2025-2031. Sólo así se podrán afrontar las masivas inversiones que estos países precisan en materia de transición energética, descarbonización o digitalización. Si España asumiese el 10% de esta inversión (equivalente a su peso en el PIB de la UE), los Presupuestos Generales del Estado deberían incorporar un incremento anual adicional de casi 13 mil millones de euros durante el periodo 2025-2031, es decir, un aumento estructural de 0,8 puntos del PIB en materia de inversión pública.

Llegados a este punto, el debate de fondo ante el que se sitúa la economía española, igual que el resto de socios europeos, es evidente: ¿podemos conciliar estas fuertes necesidades de inversión con las nuevas normas fiscales?

El nuevo marco de reglas fiscales, a pesar de haber sido flexibilizado en algunos aspectos, presenta aún una orientación marcada por el estricto cumplimiento de umbrales de consolidación fiscal, no habiéndose incorporado ningún tipo de ‘regla de oro’ que proteja la inversión pública. De hecho, y según estimaciones de Bruegel, influyente think-tank europeo, los ajustes fiscales requeridos por el nuevo Pacto de Estabilidad y Crecimiento podrían ser sustanciales en España: para alcanzar los objetivos de superávit primario previstos por el pacto, el ajuste fiscal anual debería ascender al 0,5%-0,9% del PIB en los próximos años.

Existe por tanto un riesgo evidente que amenaza con cortocircuitar el proceso de recuperación de la inversión pública en España, y en otros países de la UE. Trasladar la idea de que un refuerzo duradero de esta inversión sólo es viable si se logran superávits primarios continuos (sostenidos probablemente sobre las espaldas de los servicios públicos) puede terminar dando al traste con la actual recuperación de la formación de capital fijo, lastrada como se ha visto durante toda una década. Este es además un riesgo poco justificado e irracionalmente autoimpuesto, en la medida en que —tal y como vemos en el Gráfico 2— el déficit público español una vez excluida la inversión pública ya es prácticamente nulo.

Volver a la lógica de que la inversión pública actúe como ‘variable de ajuste’ de la consolidación fiscal, reduciéndola nuevamente para garantizar superávits primarios, sería un error de política económica que España y la UE no se pueden permitir. No sólo comprimiría la demanda agregada a corto plazo, sino que también mermaría el potencial de crecimiento económico a medio y largo plazo, e impediría afrontar los retos de transformación estructural que tiene nuestra economía.

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