Jóvenes, realidad y futuro
En el 15M, algunos salieron a la calle y luego llegaron al poder, pero no cambiaron el mundo ni su sociedad
El presente es sombrío, el futuro incierto, quizás aún más gris. La generación de jóvenes mejor preparados de nuestra historia encuentran sin embargo las puertas cerradas. Les han bautizado de distintas formas. Al principio, los excesos de esta sociedad hedonista y consumista les llamaban los mileuristas; afortunados aquellos que ganaban al menos ese umbral en torno a los mil euros, hoy ni siquiera eso, solo desempleo, maletas y marcharse fuera como sus abuelos. Ahora se ha popularizado el anatema eslogan de generación perdida. Los precarios, los indiferentes. Y a aquellos que ni estudian ni trabajan se les ha llamado generación ni-ni. Jóvenes entre 16 y 29 que ni estudian ni quieren, ni trabajan ni quieren, pero tampoco encontrarían donde. Despectivamente, algunos informes les han acusado de parásitos sociales. Afortunadamente, nuestros jóvenes no son, en todo caso, una masa uniforme y homogénea compacta, igual. Al contrario. Pueden agregarse, pueden desagregarse en individualidades aisladas. Son grupales, forman colectivos a los que une alguna seña de identidad, tribal o no. Pero no son todos iguales. No son parásitos. Es injusto tildarles de tales. Han crecido solos. Los padres en no pocos casos han claudicado de sus deberes.
El 43% de los desempleados son jóvenes, y de ellos muchos están formados universitariamente, hablan idiomas, están dispuestos a renunciar a trabajar y desarrollarse en aquellos ámbitos para los que se formaron. No encuentran trabajo y si lo encuentran es sumamente precario, determinado en el tiempo, con recortes laborales y sociales. No hay perspectiva a corto plazo. Tampoco a medio. Nadie les ofrece nada. Tampoco los políticos, distantes, fríos, incomprensivos con sus problemas. No saben cómo llegar a ellos, no lo intentan. No tienen nada que ofrecerles.
Y sin embargo los jóvenes siguen pasivos. Apenas protestan. No se han organizado. Algunos temen que lo hagan y pongan patas arriba la sociedad, la política, la economía, que inviertan las reglas de un juego que los poderes reales y fácticos manejan a su antojo. Los responsables de la crisis no asumen sus culpas. Nunca lo harán, las repartirán entre la sociedad. Poder económico en la cúspide. Poder oligárquico al que se supeditan programas y partidos. Esa es la otra arista oculta que nadie quiere desvelar. Siempre ha sido así. Mientras, se les hurta el futuro a las próximas generaciones. Las ya presentes, pero no combativas, inerciales.
Es el drama de los jóvenes, jóvenes sin futuro. No han tenido la culpa. Han decidido por ellos. Les han tratado incluso de deshumanizar y arrancar sus valores. Los han homogeneizado. A la fuerza. Les han catalogado, subclasificado. Es en todo el mundo, sobre todo en Europa. En otros lares ni siquiera les han permitido tener conciencia de lo que son. Tratan, por ejemplo en el mundo árabe, de derribar un statu quo patrocinado por Occidente. Pueden conseguirlo, pero también es probable que les secuestren de nuevo la libertad los mismos próceres de antes, cambiados los ropajes y maquilladas las ideas.
¿Hasta dónde puede llegar la desesperanza, el enfado, la rabia, la frustración de millones de jóvenes condenados por algo de lo que no tienen culpa? ¿Qué mundo y qué sociedades les estamos legando? Poco a poco se está generando un magma, una malla en un caldo de cultivo que puede explotar. Nadie quiere darse por avisado. Nadie sabe qué hacer, cómo hacerlo, cuándo hacerlo. Se dejan pasar las cosas como si no fuera con los responsables políticos y gubernamentales.
Pero, ¿por qué no reivindican su futuro? ¿Qué les atenaza todavía? ¿Hasta dónde están dispuestos a aguantar o hasta dónde se dejarán manipular? El futuro es sombrío. Sumamente incierto y por desgracia en la incertidumbre, previsible. Es la generación de jóvenes que presenta una radiografía muy clara: está fracturada. Aherrumbrada por la inercia de una pasividad sumisa y silenciosa. No saben a qué espejo mirarse. Si convexo de sí mismos o cóncavos de lo que no son.
Mayo del 68 fue una farsa mitificada tal vez, pero los jóvenes se rebelaron contra un destino marcado por una gerontocracia dirigente que había salido de la guerra en Europa. Hoy en el mundo árabe los jóvenes desafían con su sangre y su vida el anhelo de lo que nunca tuvieron, libertad. Y en Europa asienten y callan, renuncian a sí mismos y a luchar por su futuro. Han perdido perspectiva, valores y principios. Se doblegan a su destino. ¿Por qué y hasta cuándo lo harán?”
Querido lector, ha leído hasta este párrafo un artículo que tiene diez años. Fue premiado con un prestigioso premio periodístico. Sí, han pasado diez años y el texto, por desgracia, está vivo. Un anuncio de una aseguradora nos devuelve ahora prácticamente interrogantes análogos. Hoy hablamos de coworking, de coliving, y de muchas co que significan compartir. Compartir espacios, vivencias, lugares de trabajos, quizá, incluso sueños. Nuestros jóvenes ni son mejores ni son peores que los de diez años atrás. Y como en aquel entonces, se habla y hablaba exactamente de lo mismo y su formación. Somos más precarios que hace una década. Tal vez los anhelos del ayer no tengan el vigor ni la reivindicación de otrora. Nuestros jóvenes son apáticos ante la política, lo público, la economía, incluso lo social y lo ético. No se rebelan. Se conforman. Comparten. No aspiran a tener casas, coches, viven. Están hiperconectados a las redes. Su interacción humana-social ha dejado paso a una absoluta dependencia de lo tecnológico y las redes. La individualidad se evapora en lo común del grupo. ¿Qué buscan? ¿Identidad?, ¿fama?, ¿prestigio?, ¿éxito? No lo saben siquiera. Tal vez, solo el conformismo de lo cotidiano e inmediato en una espléndida manifestación de disconformidad con todo lo que les rodea. Incluso inconscientemente, sin ser cognitivamente sintientes del momento complejo en el que viven.
Dos años y medio después de aquel artículo, miles de jóvenes salieron a la calle un 15 de mayo. Algunos de aquellos llegaron al poder. Y lo dejaron. Pero no cambiaron el mundo ni su sociedad inmediata. Tal vez solo cambiaron ellos. Hoy todo sigue igual, pero sin que sepan qué es o qué tipo de felicidad persiguen.
Abel Veiga es profesor y decano de la Facultad de Derecho de Comillas Icade