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Ética pública para abrazar la incertidumbre

El nuevo libro de Víctor Lapuente propone diez reglas para la buena ciudadanía

Víctor Lapuente tiene nuevo libro. Ha escrito “Decálogo del bueno ciudadano. Cómo ser mejores personas en un mundo narcisista” como una suerte de notas y reflexiones propias, una interpretación ética del mundo que nos rodea. Su estilo es ágil, a mitad de camino entre el columnismo que tan bien ha practicado en los últimos años y la divulgación académica. Su trayectoria profesional es sólida e internacional, lo que le permite vivir entre varios mundos políticos, geográficos e intelectuales. Por este motivo, me ha interesado esta obra que sigue la estela de los chamanes y el Leviatán.

Anoto en mi propio cuaderno ideas para la gestión de las organizaciones y la formación directiva algunas claves del mundo que nos rodea, cuyas transformaciones post-pandémicas aún no acertamos a vislumbrar. Me atrevo a subrayar tres hitos concatenados. En primer lugar, se han acelerado tendencias con o sin nombre propio (populismo, nativismo, polarización) que aspiran antes a señalar fenómenos que a explicarlos. Seguidamente, se ha deteriorado la calidad de la vida pública y política con una sobreexposición del poder ejecutivo, encantado de acumular poder, disfrutar de la arbitrariedad y manejar la propaganda. La primacía del ejecutivo conduce al tercer elemento: el hiperliderazgo. En el arco parlamentario, pero también en la empresa, el “hombre fuerte” dispone los recursos y los proyectos al servicio de una agenda propia. El lado oscuro del liderazgo es abandona el bien común, se basa en emociones y no en evidencias y normaliza un comportamiento extremo. Éste es el contexto en el escribe Lapuente, cuyo optimismo sobre la naturaleza humana es envidiable. Le alabo el gusto en línea con el reverdecimiento del estoicismo.

Tras la lectura, extraigo cuatro ideas para estructurar la recuperación de la ética pública, tanto por la vía de los hechos como de las ideas.

Sobre el liderazgo. Lapuente apunta que lo importante es contar con un “propósito en la vida”, un conjunto de valores y hechos que nos permitan aspirar a la trascendencia. En las organizaciones privadas, el propósito se ha convertido bandera del liderazgo transformador, comprometido con el entorno que les rodea y consciente del impacto social y medioambiental de las decisiones empresariales. No comparto la tesis del CEO activista, pero sí reconozco que la sociedad digital reclama un comportamiento distinto a los actuales líderes empresariales. Nuestro reciente trabajo de investigación en Kreab, así lo atestigua. Más de 20 líderes de la empresa española se interesan por el fenómeno de la trascendencia, aunque no sepan darle forma en la estructura de la organización.

Sobre compensaciones y remuneraciones. Sentencia el libro que “el narcisismo nos impide calibrar la importancia de las cosas que nos afectan y nos empuja a estar insatisfechos con la vida” (p.35). Podría ser un resumen de la discusión corporativa sobre los abonos, los incentivos y los sueldos de seis cifras. Cuando las organizaciones se orientan al corto plazo, al resultado de cada trimestre y se olvidan de los elementos fundamentales o fundacionales, se lanzan en una espiral inflacionaria. En la práctica, es una decisión fundada sobre la ética pública, ya que la remuneración directiva puede y debe alta, pero no debe ser la única razón de ser en la ejecución de los proyectos. A menudo, leo a emprendedores más interesados en la factura del exit después de impuestos que en la sostenibilidad del negocio. Ahí principia el pinchazo de los proyectos.

Sobre la gestión de los egos. “Seguimos muchas reglas morales, pero las supeditamos a nuestro interés personal y al de nuestra tribu política” (p.40). En la empresa, esta actitud explica la política de premios y castigos a los directivos que se suben al carro de las modas y las tribus en detrimento del bien común. No es fácil gestionar el ego en empresas relevantes, de éxito y con love brands, porque estos valores enseguida se transfieren al directivo, que considera obra suya la decisión que corresponde al comprador, usuario o público. Así, se vincula el interés personal (sueldo, condiciones, proyecto) a la moralidad (comportamientos privados, estilos de vida, decisiones personales), dando por sentado que cada tribu tiene unos códigos que son los correctos (indumentaria de traje o casual, tatuaje visible, coche eléctrico o MBA en el sitio indicado). Esta concepción de la tribu política-empresarial expresa la voluntad de huir de lo desconocido, de la polinización transversal de las disciplinas y la ruptura de los códigos.

La fontanería de la empresa. “Los mejores decisores y decisoras de políticas públicas no son quienes aplican fórmulas mágicas a los problemas colectivos. […] Son las pequeñas exploradoras que prueban varias medidas alternativas para comprobar cuál funciona mejor” (p.142). Esta reflexión es ideal para reclamar a los directivos que prueben las fórmulas que proponen para sus empleados, comprendan las limitaciones de la sobreteorización (resiliencia, empatía, coliving, rider, gig economy) y los neologismos. Parafraseando al propio Lapuente, el buen directivo es escéptico y no profesa dogmas de fe con los apellidos que uno quiera (neoliberal, medioambiental, feminista) o del pope mediático del momento.

Estas cuatro ideas principales me animan a compartir con el autor una reflexión de fondo. “La disyuntiva más frecuente no es interpersonal, sino intertemporal: el choque entre lo que me apetece en el presente y lo que me conviene en el futuro” (p.244-245). Representa las bases de la tensión entre gestión (tesorería, producto, jornada y derechos laborales) e innovación (diseño, comunidad, futuro, servicio) que atraviesa las decisiones del directivo. Sirva este libro como guía para reflexionar el sostén ético de las organizaciones ante la incertidumbre.

@juanmanfredi

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