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Europa necesita urgentemente ponerse las pilas... y las vacunas

Las idas y venidas con las restricciones a la movilidad desvían los esfuerzos de lo realmente útil

Hospital militar de Saint-Mande, al este de París, donde se ha empezado vacunar para el Covid, ayer.
Hospital militar de Saint-Mande, al este de París, donde se ha empezado vacunar para el Covid, ayer.STEPHANE DE SAKUTIN (AFP)

Italia, el primer país desarrollado en verse afectado por el coronavirus, empezó a principios de la semana pasada a permitir que algunas farmacias suministren las vacunas de Covid-19 a los ciudadanos que cumplen los requisitos. Aunque lleva un retraso de más de dos meses con respecto al Reino Unido y EE UU, es al menos un paso adelante. Por ello, es lamentable ver cómo el Gobierno de Mario Draghi gasta gran parte de su capital político discutiendo sobre otra desconcertante medida recién dada a conocer en nombre de la protección de la población.

El mismo día en que Draghi, de 73 años, recibía su primera dosis de la vacuna de AstraZeneca, su ministro de Sanidad –un político de carrera de izquierdas con una licenciatura en Políticas que quedó del Gobierno anterior– estaba ocupado tratando de defender su decisión de imponer una cuarentena de cinco días a las personas que lleguen de países de la UE. La norma, de una semana de duración, pretendía acallar las quejas del sector turístico nacional por las normas que restringen la circulación entre regiones, pero que permitían a los ciudadanos viajar al extranjero a ciertos países, como Grecia o España, en Semana Santa.

En lugar de ello, la prohibición, improvisada a toda prisa, provocó un nuevo escándalo, añadiendo a los operadores turísticos y a los que ya habían hecho planes de viaje a la lista de los más enfadados. Además, la ciencia en la que se basa es confusa. La lógica de una cuarentena de cinco días para los Estados europeos es extraña, dado que algunos tienen tasas de infección más altas que, por ejemplo, Israel, EE UU o el Reino Unido, a los que les tocan cuarentenas de 14 días. Además, el éxito de las campañas de vacunación en EE UU y Gran Bretaña ha hecho que salgan de las listas de cuarentena de algunos países, como la vecina Suiza.

“Es una ordenanza incomprensible, que crea más confusión y no beneficia a nadie”, fue el sucinto juicio de Ivana Jelinic, dueña de una agencia de viajes. Tiene razón. Pero no es un fenómeno simplemente italiano. El presidente francés, Emmanuel Macron, ha dado marcha atrás y ha vuelto a ordenar cierres en el país: tales giros radicales se han convertido tristemente en algo habitual.

Los alemanes están sufriendo un latigazo similar. El país ha tenido idas y venidas en la distribución de la vacuna de AstraZeneca, sembrando dudas sobre la eficacia y seguridad del tratamiento. Después de algunos sobresaltos, ahora se está administrando a mayores de 60 años. Mientras, Angela Merkel, que ya había expresado su escepticismo sobre el antídoto de AstraZeneca, discute con los dirigentes estatales, entre ellos Armin Laschet, el primer ministro de Renania del Norte-Westfalia, que se perfila como su sucesor.

Hay muchas buenas razones para que los Gobiernos vuelvan a restringir las libertades civiles. El número de pacientes de Covid-19 en cuidados intensivos en Francia ha superado el pico de la oleada de otoño. Pero un año después de los primeros cierres, se corre el riesgo de que se produzcan nuevos trastornos económicos y se alimenta una creciente reacción populista que podría alterar el orden político del continente. Ello, a su vez, podría poner en peligro iniciativas económicas importantes para la recuperación.

Macron, que se enfrenta a las urnas en poco más de un año, vio cómo su índice de aprobación caía en marzo 4 puntos, hasta el 37%, en una encuesta realizada por IFOP y publicada recientemente por Le Journal du Dimanche. Las nuevas restricciones a nivel nacional probablemente empeorarán su posición respecto a Marine Le Pen, la candidata de extrema derecha que será su más feroz adversaria en abril de 2022.

El hilo conductor entre París, Roma, Berlín y otros lugares es la lentitud de los programas de vacunación, que se ven superados por el ritmo de nuevas infecciones. El problema de recurrir a medidas más draconianas es que desvían los limitados recursos y el capital político de lo que se ha demostrado que puede sacar a sus ciudadanos, y a sus economías, de la crisis. Los frecuentes cambios también erosionan la buena voluntad y la fe del público en los esfuerzos de los Gobiernos por erradicar la enfermedad.

La repentina urgencia aplicada a los controles fronterizos y a las infracciones de los que se sientan al aire libre debe extenderse a las inoculaciones. Lamentablemente, no parece estar ocurriendo, ni siquiera en naciones conocidas por su bárbara eficacia, como Suiza. Esta pequeña y rica nación está muy por encima de su peso en cuanto a innovación y producción farmacéutica y prestación de servicios sanitarios y, al igual que el Reino Unido, no es miembro de la UE, cuya decisión de negociar colectivamente de forma puntillosa con las farmacéuticas obstaculizó la capacidad de vacunación desde el principio.

Además, Suiza alberga muchas grandes empresas y multinacionales, muchas de las cuales, como el jefe de Zurich Insurance, Mario Greco, se han ofrecido a participar en la distribución de vacunas a sus trabajadores y clientes. Hasta ahora, la respuesta pública del consejo federal de Berna ha sido tibia o, peor aún: señalar con el dedo.

En una rueda de prensa celebrada el miércoles, cuando se le preguntó si las empresas podrían colaborar, Virginie Masserey, jefa de la unidad de control de infecciones de la Oficina Federal de Salud Pública suiza, reconoció que había conversaciones en curso, pero se cuidó de recordar a los periodistas que, en última instancia, depende de las autoridades cantonales. Por ahí se va el verano europeo.

Los autores son columnistas de Reuters Breakingviews. Las opiniones son suyas. La traducción, de Carlos Gómez Abajo, es responsabilidad de CincoDías

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