El difícil manejo de una deuda tan alta y su sombra sobre el crecimiento
España deberá gestionar los próximos años un pasivo del 120% del PIB con el ahorro privado más pobre de Europa y una elevada dependencia externa
El volúmen de endeudamiento público aflorado la semana pasada por el Banco de España hasta el último día de abril supera los 1,234 billones de euros, prácticamente el 100% del PIB anual generado en los últimos doce meses, pero muy superior al porcentaje calculado sobre la producción que resulte de este año aciago. Vale de poco si se cierra el ejercicio en el 115%, en el 120% o en el 124%, aunque de ello dependa cuán costoso será desandar el camino, una tarea que se debe afrontar de inmediato. En los últimos años Europa ha mirado escrupulosamente el desempeño de unos cuantos países con niveles de deuda de estos calibres, y se han convertido en una de sus pesadillas, porque salvo muy contadas excepciones, como la irlandesa, las economías afectadas crecían menos, no lograban reducir sus pasivos y eran una continua amenaza al euro.
España está a resultas de esta sorpresiva crisis ahora en esa misma situación; donde Italia, Portugal o Grecia han estado ya una temporada tan larga que parece haberse convertido en paisaje de sus finanzas, y que, por eso y por algunas negligencias de sus gobernantes, han limitado su crecimiento a niveles preocupantes, y desde luego incompatibles con una resuelta salida de la parálisis. Ni más ni menos que porque un endeudamiento de tales dimensiones es de muy complicado manejo, sobre todo para economías con una estructura manufacturera tan endeble como la que tiene España.
Disponer de unos pasivos tan abultados como el 120% del PIB, amén de la pequeña bomba que suponen los crecientes pasivos contingentes, es muy poco sostenible y tiene efectos perversos sobre la economía. Es muy vulnerable ante episodios de riesgo externos; reduce el margen de actuación fiscal para otras políticas por la absorción de recursos, por limitada que sea la factura condicionada por la red de seguridad del BCE, que está funcionando como un rescate encubierto o como un mecanismo de mutualización indisimulado; condiciona la iniciativa del sector privado doblemente, por el efecto atracción de rentas y por la precaución ante inevitables subidas de impuestos; y, en definitiva, limita el crecimiento económico, la única palanca, junto con la inflación, que ayuda a refinanciar y reducir la deuda.
Además del riesgo de que no afloje como ha ocurrido en otros países con tales niveles de obligaciones, tal como advirtieron hace unos años Kenneth Rogoff y Carmen Reinhart, España tiene algunas de las características más adversas para sostener tales niveles de deuda con tales facturas financieras cada año. Cuenta con uno de los niveles de ahorro más modestos de la Unión Europea, y como consecuencia, uno de los mayores grados de dependencia de los compradores externos, cuya sensibilidad a las buenas y las malas decisiones económicas es muy alta, y muy alta, por tanto, la probabilidad de suspender la financiación si se detectan señales que pongan en duda la honra de las obligaciones contratadas.
Las tasas de ahorro de los agentes privados en España, fundamentalmente de las familias, se mueven entre el 4% de la renta disponible cuando todo va bien y deciden invertir, y el 10% cuanto todo va mal y optan por no gastar. En 2019 los hogares ahorraron el 5,1% de su renta bruta disponible, prácticamente la mitad que la media de la Unión Europea (9,8%), o una tercera parte de los niveles de Francia (14%), Alemania (17,2%) u Holanda (14,7%), y justo la mitad también que Italia (10%), un país que tradicionalmente ha cargado con la deuda de sus gobiernos precisamente por disponer de unos flujos de ahorro privado muy arraigados.
El stock de ahorro, por contra, no es muy diferente aquí que en los países de la Unión, salvo en la gran concentración de ahorro inmobiliario, muy tradicional en los países católicos del sur de Europa. De hecho, en los últimos años las familias españolas han trasvasado una porción importante de sus activos financieros hacia la renta variable pura y hacia los fondos de inversión y pensiones, hasta el punto de que ya superan incluso al efectivo y depósitos, que tradicionalmente aportaba la parte del león del activo financiero. Esta partida supone ahora el 115% de la renta bruta disponible (RBD), cuando en Europa la media es del 117,7%. Las acciones y participaciones en el capital de empresas suponen en el caso de España el 126% de la RBD, notablemente superior a Europa (99%), y las deudas pendientes en el caso español están por debajo de la renta de los hogares, mientras que en la media europea supera el 106%. La riqueza financiera neta (activos menos deudas) alcanza aquí el 204% de la RBD y en Europa llega al 246,4%, según los últimos datos del Banco Central Europeo.
La cuestión es que con la estructura financiera familiar sería fácil sostener las deudas del Estado (todo el Estado), o amortizar toda la deuda de los hogares, pero quien decide hacerlo o desestimarlo son los propios hogares, que toman sus soberanas decisiones financieras, y de momento desechan los soberanos bonos, aquí y en el resto de Europa. Salvo las participaciones indirectas a través de fondos de inversión colectiva o a través de la banca, los particulares en Europa solo tienen el 7,5% de su RBD en títulos de deuda ahora, una tercera parte de los que tenían en 2008, antes de la crisis que puso contra las cuerdas a los bonos soberanos.
Tampoco sería buena idea enchufar la deuda pública masivamente a la riqueza financiera particular, porque secaría las posibilidades de inversión, como ya ha hecho en el pasado reiteradas veces. Una deuda pública elevada siempre ha funcionado como un imán sobre la renta privada, expulsándola (efecto crowding out) de la actividad productiva tanto por la seguridad de los títulos públicos, como por las rentabilidades proporcionadas. Ahora tiene que ser muy elevado el riesgo del resto de inversiones para refugiarse en la seguridad de los bonos públicos que remuneran entre poco y nada; pero en el pasado siempre fueron el motor del rentismo de la burguesía y la nobleza empequeñecida del siglo XIX, un fenómeno reflejado en la narrativa naturalista de la época. En algunos años de la segunda parte del XIX, la factura de la deuda superaba el 60% de los ingresos estatales, y el capital se refugiaba en la perezosa seguridad del Tesoro, pese al riesgo permanente de quiebra e impago, en vez de expandir la industrialización del país. Desde luego hoy parece poco estimulante optar por la seguridad del 0,5% de los bonos públicos.
Y el segundo gran hándicap para la deuda pública española es su excesiva dependencia de la financiación exterior, con la vulnerabilidad que ello supone si los acreedores detectan gestos en la política económica y en la evolución de la actividad que pongan en riesgo el patrimonio que han puesto a disposición de España y las rentas que esperaban. Ahora prácticamente la mitad de los títulos está en manos de extranjeros, tasa que había caído hasta el 35% en 2012 (tras estar en el 40% a principios de siglo) por las dudas sobre la solvencia del país en la última crisis de deuda soberana.
Los grandes agentes financieros nativos, que recogen buena parte del ahorro privado de los hogares, han reducido su financiación al Estado a medida que la deuda ha ido escalando niveles de riesgo. Las aseguradoras y fondos de inversión y pensiones tenían al empezar el siglo el 16% del pasivo emitido, y ahora solo tienen el 12%. Y la banca, que tradicionalmente utilizaba la deuda pública como estabilizador de sus cuentas, al arrancar el siglo tenía uno de cada tres euros de la deuda pública en circulación en su balance, y ahora tiene solo el 15%, por la penalización que las propias autoridades monetarias y el mercado hacen de tales carteras.
La dependencia de financiadores externos, no exclusiva de España, es muy elevada y está sostentada por la seguridad, no permanente, de que el BCE se hará cargo de todo cuanto se emita para preservar la continuidad del euro. Pero salvo los muy ingenuos todo el mundo sabe que el BCE y los socios europeos volverán a exigir un plan creible de reducción del déficit y de la deuda para seguir financiando tan descomunales números rojos.
José Antonio Vega es director adjunto de Cinco Días
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