¿Hay alguien que se atreva a reformar la economía?
Los cambios que España necesita requieren de cinco a diez años cuando los ciclos electorales son de cuatro
El déficit público de España en el año 2018 alcanzó el 2,63% del PIB, lo que representa un desequilibrio en las cuentas públicas de 31.805 millones de euros frente al equivalente del año anterior por importe de 35.903 millones de euros, representando un 3,1% del PIB. Esto pone de manifiesto una mejora de 4.908 millones y, por tanto, a primera vista se puede calificar el dato como muy positivo y en la senda de eliminación del déficit marcada por Bruselas.
Sin embargo, lo único positivo que realmente encierra este dato es que, al encontrarse por debajo del 3%, España deja de estar bajo la estrecha supervisión de la Comisión Europea, según el protocolo de déficit excesivo. La realidad es que el objetivo de déficit que Bruselas había marcado para nuestro país en 2018 era inicialmente el 1,8%, aunque luego se renegoció hasta fijarlo en el 2,2%. Así pues, no solo no se ha cumplido el objetivo fijado, sino que este ya había sido modificado al alza alejándose del equilibrio fiscal.
El FMI, en abril del año pasado, anunciaba que España no iba a cumplir con los objetivos de déficit a pesar del fuerte crecimiento del PIB y que dicho desequilibrio se situaría en el 2,5%, cifra muy próxima al dato real. De igual forma, hace unos días el BCE ha amonestado a España porque en los primeros meses del año está acometiendo una serie de medidas económicas y sociales que tienen un fuerte impacto en el gasto público sin contrapartida presupuestaria vía ingresos. Este hecho implica que, de seguir así, el país se aleja de la senda de déficit marcada, algo que se agudiza si se tiene en cuenta que el incremento de gasto asociado no guarda correlación con los cambios en el ciclo económico y, por tanto, tal y como anunciamos varios expertos, además del BCE y otras instituciones internacionales, el déficit que se está generando es estructural y será complicado reducirlo si la economía entra en recesión.
En este sentido, cada vez son mayores las voces que vaticinan, e incluso algunas confirman, la desaceleración de la economía mundial de la que España no está aislada. Si bien nadie habla de recesión, por ahora, sí es cierto que hay señales en el horizonte que muestran el menor crecimiento económico. Aunque hay muchos de ellos, por poner un ejemplo, tenemos el más evidente: que el PIB, desde 2015 que alcanzó un aumento del 3,6%, crece cada año a una tasa menor y las expectativas más optimistas para 2019, que siempre son las de los Gobiernos todos los países, fijan dicha tasa en el 2,2%, aunque otros organismos internacionales la sitúan por debajo del 2%.
Si a esos datos añadimos la caída de las ventas de automóviles durante siete meses consecutivos; los datos de desempleo de marzo, que no son suficientemente buenos; el bajo aumento del número de autónomos consecuencia de un menor optimismo empresarial; el menor consumo de electricidad de las pymes así como su menor acceso al crédito; los menores niveles de venta en las grandes superficies; la menor confianza del consumidor; la caída de ventas del comercio minorista; el menor número de turistas; el peor comportamiento de nuestra balanza comercial; la inestabilidad e incertidumbre política por los débiles soportes del Gobierno y por los próximos comicios que todas las encuestas anuncian de complejos pactos de gobierno; la desaceleración de importantes economías europeas como Alemania, Francia o Italia, y, por último, el impacto del Brexit, ya sea blando o duro, pero impacto, se puede decir que el panorama al que se tendrá que enfrentar el futuro Gobierno (sea cual sea) supondrá un importante reto.
Volviendo al tema central del déficit, si no se aprovechan los cada vez más flojos vientos de cola que tiene España para continuar con las reformas estructurales que nos piden a gritos los organismos internacionales, que permitan en pocos años alcanzar el equilibrio fiscal y reducir los elevadísimos niveles de deuda pública consecuencia del déficit, estaremos desaprovechando el momento semidulce de la economía y estaremos rehipotecando (porque ya estamos hipotecados) a los ciudadanos y a las futuras generaciones, que veremos indefectiblemente cómo suben y suben los impuestos y cotizaciones sociales hasta niveles sorpresivos para poder financiar los desequilibrios. Si consideramos no solo el déficit primario, sino también el desajuste que genera el pago de intereses de la deuda, es evidente que los nubarrones en el horizonte pueden desembocar en una fuerte tormenta.
Así pues, los principales problemas que tiene nuestra economía son déficit, pensiones, desempleo, deuda pública y crecimiento, donde nuestro país es altamente vulnerable ante un cambio de rumbo de los mercados, una desaceleración económica o una subida de los tipos de interés, todos ellos muy probables. Por tanto, se deben realizar las reformas que nos aconsejan los principales organismos internacionales y que están aparcadas desde hace años, al menos aquellas que impactan en las principales vulnerabilidades del sistema. Entre otras, una de las reformas clave que los futuros Gobiernos tendrán que acometer, con amplios consensos, es la de nuestro sistema de pensiones, que es responsable de la mitad del gasto público del país y que va a seguir creciendo. Y no solo por el IPC, sino porque en los próximos cinco años se va a ir incorporando al sistema de pensiones la generación del baby boom, muy numerosa y con bases de cotización muy elevadas.
Algunas propuestas sobre las pensiones pasan por el fomento de la natalidad, que aparte de tener efecto a largo plazo no tiene eficacia alguna si no somos capaces, por un lado, de mejorar la cantidad y calidad del empleo y, por otro, de rebajar sustancialmente el stock de deuda pública que no hace más que crecer y que supone que cada niño que nace venga con una mochila de 25.121 euros de deuda, lo que lastrará nuestras cuentas públicas en cuanto el BCE incremente los tipos de interés, algo no muy lejano en el tiempo.
Será clave que el próximo Gobierno tenga la suficiente altura de miras y piense en el futuro de España y de la equidad intergeneracional, dejando a un lado los criterios electoralistas y planteamientos ideológicos frente a los desafíos que suponen las reformas estructurales que se deben acometer antes de que los tumores del sistema se conviertan en metástasis. Aquí es donde aumenta mi escepticismo, pues muchos cambios necesitarán, al menos, entre cinco y diez años para ver sus efectos positivos y los ciclos electorales son de cuatro años, por tanto, sin un amplio consenso de las fuerzas políticas nadie se atreverá a hacerlo ante el riesgo de desaparecer del mapa electoral. Esa será la pesada mochila que deberá soportar un Gobierno responsable.
Juan Carlos Higueras es Profesor de EAE Business School y consultor